jueves, 25 de octubre de 2012

Javier Marías, de bueno a mejor.

Un ciudadano fumando libremente por la calle
En cierta ocasión, después de haberla escrito, guardé en un cajón una reseña sobre un libro titulado Mano de sombra, de Javier Marías. La reseña se iba a publicar en una revista profesional de literatura. No quise que saliera, porque me parecía una tremenda desfachatez que un estudiante de filología, lampiño en letras, arremetiese de forma tan feroz contra un autor consagrado. Los artículos de aquella colección, que habían ido apareciendo en la prensa y que el libro reunía (Alfaguara, tapa dura, 1997), me había parecido a mí que adolecían de cierta manía persecutoria y que además contenían algunos errores de bulto (como fechas históricas mal dadas (con lo poco que cuesta revisarlas) o nombres equivocados. Pero había leído una novela suya, Mañana en la batalla piensa en mí, y era realmente buena. ¿Cómo podría entonces el niñato vituperar de manera tan insolente al profesor en Oxford, excelente novelista, conocedor profundo de la Literatura (esto es, literatura con mayúscula, o sea, inglesa), por un libro cuyo contenido había sido en realidad capricho comercial del editor de turno? Un autor no decide normalmente: "que me publiquen mis artículos en un libro". No es ambición de escritor, me parece, y dudo que a Javier Marías le pluguiera en exceso la idea. Aunque el alcance de mi reseña habría sido irrisorio, sin embargo me alegro de haber retirado la pedrada. Me alegro porque luego leí alguna novela más del autor, único en el panorama liteario español. Brillantísimo. Una obra auténtica, un estilo propio, una sensibilísima manera de plasmar el mundo de los adultos (como hace Cuenca en algunos de sus poemas) y sus veleidades.
Pero resulta que el tiempo me dio ocasión de conocer personalmente al autor por una pura casualidad. No en alguna presentación, en algún sarao litearario, en algún conciliábulo, en alguna tertulia. No. Frente a su domicilio de la plaza de la Villa, en el corazón del Madrid de los Austrias. Salía él de un taxi. Lo vi y lo reconocí desde el primer momento, pero pensé que podía estimular algún tipo de arrogancia en el personaje y decidí utilizar la estrategia del despiste:
-¿Eres...? Diculpa, pero te conozco de algo -le asalté-.
-Ah, ¿sí?
Su respuesta estuvo acompañada de un gesto completamente contrario a la arrogancia, incluso dio tres pasos y se aproximó a mí; resultó más bien simpático, afable, desde luego perfectamente cortés, amistoso. Me gustó tanto que perdí mi inocencia ante él:
-Sí, hombre -añadí con una sonrisa-: Javier Marías. ¿Cómo estás?
-Muy bien, ¿y tú?
Intercambiamos pocas frases. Lo felicité por ser un gran novelista. Nos dimos la mano (no de sombra) y seguí el paseo con Mildred por el centro de un Madrid cansino, a la hora de la siesta.
Marías reúne como escritor algo que le hace para mí completamente digno: es antiburocrático (está fuera de prebendas de grupos mediáticos de poder, no como otros y otras cuyo mérito es solo haberse arrimado al sol que más calienta); Marías es elitista, distinguido. Evoluciona, luego piensa. No está paniaguado. Tiene personalidad, no se adscribe a mendicidades ideológicas ni a capillas.
Ahora rechaza el Premio Nacional de Literatura. Chapó, Javier, chapó.
Este autor no hace más que ganar grados, como autor y como persona. Cierto es que el que un Estado te otorgue un premio ya es algo despreciable; pero más aún lo es que te lo otorgue un Estado como el actual, a merced de tanta bazofia. Aunque me encuentro lejos, más o menos a docemil kilómetros de España, a buen seguro que sus Enamoramientos se comercializa también por este México donde ahora habito. No tardaré en leer esta novela.

Felicidades por el NO Premio. Y larga vida al escritor.

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