Al rey las heridas se le curan mal porque, tal y como proclama la voz del pueblo, sufre una enfermedad tan hereditaria como la corona: la hemofilia. La hemofilia es la sangre sin cerrojos, la sangre pujante, yo creo que es una sangre anarquista, que no respeta la puerta de las heridas, donde la sangre más civilizada decide estancarse. Esta sangre de los borbones tiende a su expansión por el universo, quiere ser parte del caos y es una sangre acorde con la física cuántica, desordenada, libre, con voluntad vagabunda y a la que le gustan las piruetas en el aire.
El semen regio, también según la voz del pueblo, sufre de algún modo esa misma propensión viajera y expansiva, aunque a buen seguro con coto profiláctico o pastilla del día después. Son lances de monarcas que no tienen nada que ver con el pecado, el adulterio o la prevaricación. Simplemente canitas al aire de quienes, qué caray, son ¡¡los reyes!! Al pueblo le cuesta más este tipo de veleidades, pero ya lo dijo un Luis francés: ¡qué bueno es ser rey!
Ejecución del rey Luis XVI según dibujo de la época |
La hemofilia o el desliz sensual no terminan con ninguna monarquía. Ni el ridículo propio de una institución cuya sola enunciación ya nos mueve a la hilaridad o el recuerdo de viejas épocas, no por necesidad peores, pero sí transcurridas. Tampoco el despilfarro del dinero público, ni las cacerías de elefantes en la edad del ecologismo. En sazón como estamos para que una democracia auténtica gobierne las naciones por consulta popular sistemática y constante a través de sistemas cibernéticos, la inercia de la historia sin embargo aún mantiene alguna que otra monarquía por el mundo. Excepto que se sea Francia, las monarquías, y sobre todo la carpetovetónica, atada y bien atada, no son tan fáciles de derrocar por ningún virus adquirido en el mercado de los vicios. Libros como cierto mamotreto de Jesús Cacho, donde se documentan todo tipo de escabrosidades atribuibles al monarca y su entorno, bastarían para que cualquier hombre o mujer pública (qué distinto suena el epíteto ya sea en varón o en hembra) hubieran sidos sometidos al ostracismo definitivo. Pero no era aún el momento adecuado. Y nadie parece haber leído ese libro. El autor tampoco está en la cárcel, con lo que hay fundadas sospechas de que lo escrito en él no fuera un puro infundio.
Magnífica medievalización estética de un blog ruso sobre La guerra de los mundos |
Es memorable el argumento que seguramente movió a H. G. Wellls a escribir La guerra de los mundos, esa grotesca ficción de cartón piedra sobre la invasión de los marcianos a la Tierra. La idea de la novela es que no había ejército suficientemente poderoso, ni sociedad bastante organizada, ni humanidad que la fundó para poder terminar con aquellos marcianos y sus máquinas de guerra todopoderosas (zarramplinas cajas de hojalata sobre tres patas gigantes y achicharrantes rayos mortíferos); pero los marcianos no habían calculado sin embargo el alcance del enemigo más letal que los esperaba en nuestro planeta, ahora aliado con la humanidad: los virus y las bacterias. Organismos procariotas convertidos en mercenarios contra los invasores. Desde dentro de las filas enemigas, sin necesidad de ningún caballo de Troya, los microorganismos ponen el final feliz de la novela y rematan la obra con esta justicia poética infecciosa.
A la monarquía le ha salido un microorganismo contumaz que está a un tris de echar abajo la estructura y llevar a cabo su propia justicia poética infecciosa. Movido por la ambición de viejas castas aristocráticas, pero sin el lustre que da el paso de los años a tanta ansia de dinero y poder, sin anillos dispensadores de veneno e inteligentes ingrigas de diván, con el horterismo del capital financiero, el boom inmobiliario y la especulación macarrónica, Urdangarín es el virus infiltrado de la monarquía hispana. Felices días estos de la crisis para los anales de la historia (el mal trago de la población acompaña la caída de los dioses cutres o de sus enviados).