Mi amigo Rubén me envía desde México en una página estos fragmentos de mi libro El hombre medular. Lo hace para forjar a partir de ellos una paráfrasis útil a cierto experimento literario-teatral que trae entre manos.
Al leerlos no me han parecido míos. Aunque parezca una tesis del Romanticismo o incluso de creencias mitológicas desde la Antigüedad hasta la Edad Media, se constata que la obra supera a su autor, como si éste sirviera sólo de hombre de paja utilizado por las musas. Al menos así me ha parecido.
En la introducción a una edición de la obra dramática Cyrano de Bergerac, pude leer hace años cómo su autor, Edmond Rostand, abrumado por el éxito, los elogios y la calidad de su magnífico cuadro, sufrió un colapso creativo. Su obra lo superó de tal modo que cayó en el abismo del vacío. Monsieur Rostand terminó por suicidarse convencido de su incapacidad para volver a estar a la altura de su facundo personaje Cyrano, el narigudo (inspirado en un autor y poeta libertino del siglo XVII). Podríamos interpretarlo satíricamente, ahora que el polvo cubre la tragedia con el lenitivo de los hechos ya históricos, y afirmar sin paliativos que no era para tanto.
Para resistir que tu obra sea superior a ti tal vez tengas que ser una criatura huraña y retorcida como parece que lo fue Salinger, autor de El guardián entre el centeno. Y parece que ni así.
Otra posibilidad es suicidarse porque nadie te hace caso y tú te crees un genio, como sucedió a John Kennedy Toole, a quien editores tozudos se negaron a publicar La conjura de los necios. Cuando su madre logró que se la editaran y el musgo comenzaba a prosperar sobre el sepulcro del autor, la obra fue considerada por muchos como una de las mejores novelas norteamericanas del siglo XX —a este sacrílego que escribe no lo sedujo tanto—.
Por fortuna, Gabriel García Márquez y tantos otros escritores y escritoras, legiones, resistieron —¡resistiremos!— decenas de portazos editoriales hasta lograr ver en letras de molde sus creaciones, ver satisfechos sus egos y legárnoslas para siempre.
Los editores pueden ser nuestros salvadores o nuestros verdugos. Aprovecho:
—¿Algún editor o editora por aquí, leyendo esto? ¡Hola!, ¿podrían echarme un cable con El hombre medular?
El argumento que dan para no publicarte es que el mercado se encuentra en un momento difícil en el que sólo es capaz de absorber mierda o libros de venta garantizada por la popularidad de sus autores. Mejor no poner ejemplos. En ocasiones, se cuelan obras dignas, como pepitas de oro en el cedazo de toneladas de lodo.
En cuanto a estos fragmentos de un solo folio que me envía mi amado Rubén, por eso los comparto, porque ya no son míos:
Es lenta la sedimentación de los
huracanes psicológicos. Pacientes y prolongados los días, los meses e incluso
los años en que nuestros limitados sistemas cognitivos logran adaptarse a
realidades subvertidas contra nuestra voluntad. (p. 323)
Mirar absorto el
horizonte, enajenar mis ojos en el cielo azul y rememorar el hermoso pasado, la
aureola de la mujer que amé, moldeada en el recuerdo con las líneas y los
colores más perfectos, una imagen tramposa de lo que una vez nos pareció y
nunca volverá a ser —ni siquiera en condiciones normales—; una idealización
donde arda el dolor y se fundan las nostalgias, la de cualquier hombre que
envejece y la del tetrapléjico. (p.336)
Desde los últimos
meses, atravieso ciclos en cuyos valles contemplo racionalmente la posibilidad
del suicidio, de la extinción de este mosaico de sinsabores, el dolor continuo,
el displacer, la carga demoledora del pasado. De todo cuanto estaba a punto de
suceder y se frustró para siempre, sin remedio concebible. Calibro las
posibilidades reales de dejar atrás cualquier intento de poner en práctica mi
amor por la vida para dejar atrás también todo sufrimiento. Renunciar al
milagro laico de la existencia, a su azar tan benigno como improbable, por
culpa de esta disminución a la que he sido sometido por los signos de la
contrariedad.
Pero hay momentos en
los que sucede lo opuesto, un tipo de emoción de carácter optimista, como antes
era lo más normal en mí. Incluso cuando estoy sumergido en el dolor físico, la
emoción y las ganas de vivir vuelan altas y la curiosidad por mi entorno me
inclina favorablemente a seguir existiendo hasta que la naturaleza lo permita
—«Deus sive Natura», escribió el filósofo de origen sefardí Baruch
Spinoza (1632-1677); esto es, Dios o Naturaleza, una misma cosa—. De pronto
las nubes grises se desgarran, una fuerza mayor horada la lúgubre homogeneidad,
y un cielo azul y toda su luz se apoderan del alma, brotan de los labios
palabras de agradecimiento a Dios —sin importar lo inverosímil de estos arrobos
de alegría ininteligible, sin importarnos el destinatario a quien de forma
inconsciente imprecamos—. Hay que permitir que todo fluya, porque
el sol ha hecho
un velo de oro
tan hermoso que
me duele el cuerpo.
Allá arriba, los
cielos lanzan su grito azul.
Por algún error, he
sonreído.
El mundo florece
y parece alborozarse.
Yo quiero volar,
pero ¿adónde?, ¿a qué altura?
Si puede florecer
algo en un alambre con púas,
¿por qué no voy a poder yo? ¡No
moriré! (p.341)