lunes, 25 de abril de 2011

Al terminar la Semana Santa me queda la sensación de que el tiempo pasa por encima de uno atropelladamente y que la fugacidad de la vida no concede ningún respiro. Abandonado el refugio de la infancia, y el rescoldo de aquella volcánica ignorancia de la adolescencia ya apagado, la edad madura nos dispara a vivir en una línea de tiempo muy delgada. Los días se acortan, los versos quevedianos se convierten en una verdad apodíctica, no en una interpretación subjetiva ni sensible de los hechos; los dos versos con que empieza el soneto recordado de Quevedo se hacen ciencia: Vivir es caminar breve jornada,/y muerte viva es, Lico, nuestra vida...
El día arranca y cuando queremos darnos cuenta la noche aplaca nuestro ímpetu y nos pone a dormir entre sábanas, que es como entrenar para la muerte.
Si digo que comencé la Semana Santa sin ninguna pretensión, quiero decir que no preparamos planes de viaje, ni tenía pensado yo trabajar especialmente, leer hasta el empacho, proseguir con mi novela, hacer algún guión o esbozo para una historia corta, escribir algún poema, aprender algún epígrafe de la historia de la filosofía y leer algún texto ad hoc, repasar o ponerme al día en algún asunto de lingüística... No. Anulamos un posible viaje a nuestro rincón de Soria y nos quedamos en casa para disfrutar de ella, porque parece que siempre andamos escapándonos. Entonces surgió mi idea, larguísimamente gestada, de ponerme a arar el jardín, rastrillarlo, dejarlo lo más liso posible, volver a echar simiente de hierba inglesa, esparcir sustrato abonado y pasar un rodillo, pequeña apisonadora de hierro que se llena de agua para que alcance cierto peso. La paliza física dejó en mí huellas de cansancio que apenas hoy, cinco días después, comienzan a remitir; si presiono en ciertos músculos, todavía siento los cristales de las agujetas.
He leído francamente poco. Instalé también unas celosías en el fondo del patio, para cubrir un poco el muro blanco que da a la retahíla de casas del patronato (esas insulsas construcciones para obreros que se levantaban en tiempo de Franco). Hice un par de entradas en el blog, entre las que incluyo esta como remate. Cociné un poco, incluso hice un bizcocho de esos tan sencillos, en los que uno se sirve de un vaso de yogur para medir todos los ingredientes. Me quedó sumamente esponjoso y me hizo creer que realmente sé hacer buenos pasteles. El sábado, que Mildred tuvo que trabajar, preparé para los niños y para mí unos macarrones al horno (pasables). Poco más hice en esta Semana Santa. Leí algo de literatura medieval (una versión barata de Tristán e Iseo). Allí aparecen todos los lugares comunes que podamos imaginar: el filtro de amor, las luchas entre reyes, el vasallaje, los elementos mágicos, los celos y recelos, los castillos, la caza del venado, la justa en una isla entre el caballero protagonista y un caballero gigante, la lucha con el dragón... Una delicia. Sigo con Dashiell Hammett (sí, otra vez). Es demasiado prolijo en sus descripiciones de detalle; de momento, prefiero haber visto El halcón Maltés que estar leyéndolo. Importan las traducciones; últimamente estoy dando con algunas nefastas, capaces de echar a perder un texto por completo. También he dado paseos de profunda reflexión por la zona, por el río sobre todo. He visto en el cine la película ¿Para qué sirve un oso? (¿por qué las películas españolas son siempre o maniqueas o cursis o las dos cosas?), con la que, pese a su simpleza, pasé un buen rato con mi familia; y ayer vi Valor de ley, de los hermanos Cohen, una magnífica película, llena de esa mitología western con la que me siento tan identificado desde que entré en la edad de la lucha por la vida, o sea, la madurez.
Pero sobre todo, lo que he hecho esta Semana Santa es estar con mi hijos, Guz y Blanch. También con Mildred. He disfrutado de ellos una barbaridad, y eso es lo que tiene la vida. Juntos fuimos a un pequeño zoo cerca de Cangas de Onís. Muy bien. Y comimos por ahí. De regreso, tomamos ese café siempre tan agradable en el parador. Esa vitalidad de ambos niños, su visión del mundo, en la que ya, por desgracia, nos es vedada la entrada en su totalidad, su alegría espléndida; energía, energía, energía. Y cariño, son tan cariñosos. Su interés absoluto por lo que los rodea (creo que en eso he tenido suerte). Si pienso en mi padre y luego en mis hijos... Quiero darles una visión de que la vida puede vivirse con plenitud.
Mi madre está en California con mi hermana y mi cuñado John Joseph. Allí estará bien por un buen tiempo, lejos de la casa donde ha compartido más de treinta años con mi padre.
La visita de Mikel la semana pasada, el recuerdo de mi padre, los proyectos frustrados o en vías de serlo (por caridad ¡un editor!)... todo esto contribuye a que el espíritu no encuentre reposo y el tiempo siga diluyéndose dentro de uno como un azucarillo.
Sin embargo, al escribir algo sobre lo que hicimos esta Semana Santa (siento haber defrudado a mi parte arqueológicamente cristiana y no haber asistido a una sola procesión; pero es que no estaba en Granada), al enumerar las pequeñas y domésticas actividades llevadas a cabo durante estos cinco días, un cierto optimismo se apodera de mí. Será la necesidad.

2 comentarios:

  1. Herni, tu blog es fantástico; no afirmes por adelantado que tienes proyectos frustrados, alguien se dará cuenta tarde o temprano de que en Asturias hay un escritor joven y culto que merece un reconocimiento. Como tú mismo reconoces, prima lo maniqueo y lo cursi, lo que hace que tenga más valor cualquier obra que se aleje de tales estereotipos, como las tuyas.
    Los editores se esconden donde menos te lo esperas...
    Sobre tu padre no puedo decir nada, la pérdida de un familiar es dura, y más la de alguien tan simbólico y valioso. Pero tú, Blanch y Guz, tenéis parte de él.

    Un saludo y mucha suerte.

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  2. Gracias, Rifká guapa, tomaré tus palabras como si provinieran de un oráculo; pues sí creo que quien vive como un afortunado termina siendo afortunado. Quien sonríe a la suerte, la suerte acaba sonriéndole. Un besazo

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