Ninguna necesidad exegética sobre los términos "diarius" e "interruptus" situados correlativamente en estrecha relación sintagmática. El contenido de este diario es una mezcla de cosas de verdad y cosas de ficción; en cierto modo se construye un personaje que ve, lee, escucha y se reinventa. Caben aportaciones (poemas, textos, ideas, enlaces, imágenes...) a esta invención. Todo es invención.
Si dejamos de considerar por un momento que la
historiografía —entiéndase, la literatura generada por la ciencia del estudio
de la Historia— no es sino un género de ficción basado en hechos reales y
prestamos atención a la Crónica primaria escrita en 1113 por el monje
Néstor,[1] la fundación de la Rus de Kiev, ya tan familiar, por mentada una y otra
vez en artículos de prensa y dado el contexto bélico en que nos encontramos,
nació porque los eslavos orientales se encontraban inmersos en el caos y bajo
los mandoblazos del imperio otomano, de tal suerte que, hasta las pelotas,
pidieron protección a unos tipos rubicundos, de azules miradas y bastante
brutales, quienes procedían de la península escandinava, seguramente de lo que
hoy es Suecia. Se conocían como varegos o también rus; su jefe: Rúrik. Aquella
ciudad-Estado incipiente, Janato, o Kanato, de Rus, mórula de la futura Rusia
—pero también de la futura Ucrania— tenía la capital en Nóvgorod (860), a unos
160 km al sur de la actual San Petersburgo. En su lecho de muerte, Rúrik delegó
su poder en un familiar llamado Oleg, quien hacía 883 hizo de Kiev la capital
de La Rus de Kiev (tal vez deberíamos transliterar Kyiv y no Kiev, en
honor a los ucranianos y su manera de traspasar del cirílico a los caracteres
latinos su capital; la segunda es la forma rusa, la que más se lee en textos en
español). En el siglo XIII, gente verdaderamente bestia, esto es, más bestia todavía,
procedente de las grandes estepas orientales, los mongoles, Batu Kan y su Horda Dorada, terminaron con aquella larga saga de caudillos de origen vikingo.
De la imaginería medieval de Batu Kan, unos muñequitos incluso simpáticos, hasta la visión idealizada contemporánea del guerrero brutal procedente de hostiles praderas orientales
Fuente de imagen: https://tostpost.com/es/la-educaci-n/4210-la-invasi-n-de-batu-kan-a-rusia-brevemente-las-consecuencias-de-la-inv.html
La introducción histórica nos es
útil para sugerir dos cuestiones: la primera, que, a diferencia de lo que cree
Vladimir Putin, o mejor dicho, de lo que interpreta, no es que Ucrania tenga
que ser Rusia, es que Rusia fue ucraniana en su nacimiento. No hay nada más
prostituible que la Historia, porque cada nacionalista la maneja para arrimar
el ascua a su sardina. La segunda cuestión: que esas historias de guerras,
hostilidad y conquistas a través de la violencia extrema que han ido
configurando las naciones del planeta hasta hoy mismo, sitúan al autócrata ruso
Putin en el manejo de esquemas cognitivos de brutalidad ancestral, sin
participación en la evolución cognitiva, cultural y ética de Occidente. A su
voz de mando, como ante la de Hitler en 1939, y aquí está lo más catastrófico,
no se enfrentan unos jinetes contra otros en campos de batalla y a espadazos,
sino que se bombardea con armas mucho más mortíferas de las que ningún vikingo,
otomano, cosaco o mongol pudo imaginar ni en sus más hermosos sueños de
destrucción; bombas que destruyen ciudades de gentes que quieren asistir a su
puesto de trabajo, salir a dar un paseo al parque, pasear a sus perritos,
llevar a sus hijos al colegio o al cine, en fin, gentes que no quieren hacer
otra cosa que vivir en paz. Un rudo cerebro de serpiente culmina la azotea de
su fisonomía y lo lleva a comportarse como un anacrónico imperialista; en la
lógica política putiniana, el uso de las armas, el ejército, la guerra, forman
parte indisociable de su acción de gobierno y sus crípticas aspiraciones. De un
terrible zarpazo está paralizando el progreso ético de toda la humanidad. Desde
la Segunda Guerra Mundial, la mayor atrocidad con que se ha automedicado el ser
humano en el decurso histórico del Homo sapiens, el homínido más
dramáticamente violento, y atravesando los tiempos de equilibrismo de la Guerra
Fría —cuando la estatua de la libertad acarreaba la bandeja del apocalipsis
sobre rescoldos de brasas y estufas expectantes—, el concierto de las naciones,
el Mundo, vaya, se había ido conduciendo por veredas tendentes a la paz,
progresiva consecución de una nueva mentalidad, donde resulta inconcebible la abyección
de la guerra como instrumento político, la matanza de otros hombres por un
puñado de tierra, por el poder, por la ambición geográfica, por la imposición
de la «recta moral» frente al declive de la globalización occidental;[2] quién sabe, tal vez como
venganza de su propia infelicidad.
Europa, Estados Unidos, Japón, México, incluso se podría añadir a China, y a más, hemos mirado hacia las nubes; a Putin se le ha permitido hacer la guerra de manera incesante desde antes incluso de alcanzar la presidencia, cuando era primer ministro con Yeltsin —el simpático borracho que le dio chance al diablo—, sus matanzas, el uso de armas químicas, toda su vesania le era consentida siempre y cuando su destrucción cayera más o menos fuera de nuestro edén. Amordaza al perro ahora. Parece nuevo este asunto, pero ya son dos décadas montando guerras. Ahora, ha mordido en hueso duro. Zelensky pasará a la Historia como lo que se está mereciendo, el último superhéroe de Occidente —que no sean necesarios más—.
No tenemos más remedio los más pacifistas que desearle una
muerte inmediata. Algún general a su alrededor, algún héroe traidor debería degollar
al malvado Vladimir, el que devora la vida de los niños, quien encierra bajo
hambruna, inanición y sufrimiento a ciudadanos presos en sus propios barrios,
donde ayer pasearon en destempladas tardes de invierno, pero bien abrigados,
con comida caliente en sus casas y paz entre sus congéneres.
El proyecto de existir, el derecho del hombre a la
felicidad, la Humanidad en riesgo;[i] caminamos sobre lenguas de
fuego, estanques deletéreos y promesas radiactivas por el capricho de un loco.
Frente a miles de millones de personas libres, con legítimos proyectos, iguales
los unos a los otros —teóricamente, como desiderata—, demarcados en una humana
fraternidad, ¿un solo monstruo nos puede poner en jaque? Un solo maníaco ¿a
todos nosotros? ¿A todos ellos, millones de rusos inocentes, con sueños
parecidos a los de cualquier otro hombre sobre la Tierra? Esto es algo que
nunca hemos podido comprender, algo que la filosofía ha denunciado desde
tiempos de la Grecia clásica, pasando por los hombres del renacimiento, por el
pequeño libelo Discurso de la servidumbre humana de Étienne de
La Boétie, escritores, filósofos, psicólogos, antropólogos modernos y
contemporáneos; esto es mucho más difícil de comprender o tanto como la
infinitud del Universo o el comportamiento de la materia subatómica, los más
arcanos cálculos de la mecánica cuántica. Creíamos imposible el resurgir de
tamaña villanía.
¡Muerte a Putin y paz entre los hombres de buena o mediana voluntad!
El empresario ruso Alex Konanykhin ofrece una recompensa
Imagen: Whatif.com
[1]
Rainer Matos Franco, Historia mínima de Rusia, ed. El Colegio de México,
versión Kindle.
[2]
«Personas únicas que arrastran consigo a toda la humanidad. Un nuevo y
anacrónico Hitler o Stalin. Habría que matarlo en primera instancia. Detrás de
él existe todo un constructo ideológico que se concreta en la figura de Aleksandr
Dugin. Al leer las líneas maestras de su pensamiento me doy cuenta de que
casan perfectamente con el discurso de Putin. Son antidemócratas,
antiliberales, antimodernos. Occidente y Estados Unidos son el mal. La
democracia, la defensa del individuo y su soberana libertad o los derechos
humanos son excrecencias occidentales. Creen que la civilización de «los
blancos» —frente a los «amarillos, los negros o ellos mismos, eslavos
no del todo blancos»— es una civilización corrupta e inmoral, donde la
homosexualidad prospera y se niega cualquier tipo de trascendencia. Más allá
del plano moral, aspiran al dominio mundial de una nueva civilización, un
puerco imperio, un renovado continente «euroasiático» capitaneado por Rusia.
Mediante la muerte, la muerte, la muerte y la muerte, hasta el exterminio de
quienes ellos consideran fascistooccidentales —frente a su explícito «fascismo
verdadero»—, aquellos que, según Aleksandr Dugin, detentan el poder y manejan
los hilos, se propone el supravillano comenzar a forjar manu militari la
reconstrucción de la geografía política que había sido consolidada por la Unión
Soviética. Y después, seguir adelante con su proyecto de una Eurasia que
abarque desde Taiwán hasta la isla de Jersey.» Recuperado en: http://diariusinterruptus.blogspot.com/2022/02/carta-un-amigo.html
[i] Si observamos los gráficos de más abajo, tenemos claro el progreso humano a lo largo de la Historia en índices muy importantes —enfermedad-medicina, cultura, democratización, hambre, economía, etc.—; sin embargo, cuando observamos la gráfica desde la plena Edad Media hasta nuestros días acerca de las guerras y sus víctimas, muy desgraciadamente el progreso no queda tan claro. Como se dijo en el artículo, la Segunda Guerra Mundial no tiene parangón en toda la Historia humana; las guerras de hoy matan más civiles. Otra cosa es que debamos tener claro también que la mentalidad occidental desde 1945 hasta hoy no ha hecho sino mejorar, civilizarse, aceptar mucho menos la injerencia de la violencia y la guerra. Lo malo es que tenemos todavía en poca consideración a los países menos desarrollados, a los parias de las Tierra y sus «problemas» bélicos. La industria armamentística tal vez tenga algo que decir. Analizado así el asunto, Putin y autócratas dispuestos a matar masivamente y usar la guerra como instrumento político siguen teniendo cabida en nuestro mundo tal y como se encuentra hoy todavía. Nos queda mucho occidente por avanzar. Una revolución del lenguaje y un plan concreto son necesarios para el progreso ético.
Tras la rendición de Alemania en la Segunda Guerra Mundial
en mayo del año 1945 no hubo Tratado de Versalles como en la primera
(1914-1918), la conocida como Gran Guerra (miserables e ilusos, pensábamos los
humanos que aquel horror era insuperable en barbarie). Después de la segunda,
hasta ahora la mayor conflagración de la Historia, en las conferencias de
Potsdam, cuatro de los grandes aliados se repartieron el control del país
germano: Estados Unidos, Francia, Reino Unido y URSS. Lo harían con carácter
circunstancial, hasta dejar encarrilado un país demasiado incómodo y peligroso
para el resto del mundo durante la primera mitad del siglo XX. Aquel carácter
circunstancial, provisional, que tuvo el control de Alemania, la URSS
estalinista se lo pasaría por el forro, quedándose, como ya sabemos, con la mitad
oriental. Después de la susodicha rendición, millones de refugiados se
dispersaron de Alemania en todas las direcciones, algunos fueron encerrados en
campos, hubo desarraigo, hambruna, desesperación, enfermedad y muerte. Su líder
de flequillo grasoso y alma de azufre, quien los condujo hasta el infierno, el
primer responsable, yacía junto a su Eva Braun, convenientemente suicidados y
más adelante socarrados en el Führerbunker, bajo la cancillería berlinesa, cerca del gran símbolo europeo de la Puerta de Brandeburgo.
parlamento alemán o Bundestag
Sobre el Tratado de Versalles, se ha
fosilizado la pertinaz noción de que las condiciones draconianas establecidas
tras la derrota de la primera guerra mundial para con Alemania fueron la
premisa de una lógica aparición del más feroz de los nacionalismos jamás
vistos. Esto no deja de ser más que un bulo, una de esas mentiras repetidas mil
veces hasta convertirse en verdades. Se llegan a leer o escuchar cosas tan
directas como que «el Tratado de Versalles es lo que provocó el ascenso del
nazismo y la Segunda Guerra Mundial».[1] Esto
parece del todo inaceptable y no se necesita ser un historiador abrumadoramente
informado, con un bagaje historiográfico a los costales como el más industriado
de los catedráticos de Historia Contemporánea. Se puede leer en más de un libro
de Historia que lo que parece haber sucedido, sin duda, es un debilitamiento
progresivo de las cláusulas más feroces; del tratado inicial quedó apenas una
breve canastilla de exigencias diluidas. Basta un poco de sentido común: Un
tratado internacional, por duro que sea, por mucho que utilice la palabra
«culpa» para referirse a la responsabilidad de toda una nación, cuando en
puridad son sus dirigentes quienes deberían cargar con esa «culpa», el Tratado
de Versalles nunca puede ser considerado como responsable del nacimiento del
ultranacionalismo, la justificación para una nueva guerra —vamos, como si Woody Allen invade Polonia también por culpa de alguien que le puso a Wagner en el equipo de música—. En todo caso, es el
nacionalismo quien utiliza el Tratado para enardecer a las masas, para ponerlas
en contra del enemigo, soliviantarlo con auténtica vesania como hizo Hitler.
¿Habrá acaso algún historiador que pueda afirmar, por ejemplo, que el Tratado
de Versalles es piedra de toque, causa o razón para la execración de los judíos
y el empeño por exterminarlos? Semejante inducción lógica, por absurda, queda
fuera de cualquier intento de sofisma medianamente inteligente.
Así que, nada de cobrarse la factura
tras la derrota alemana, aceptado el sofisma de que los aliados y el rigorismo
de sus condiciones para con los vencidos fueron los culpables, o cuando menos
los responsables de haber transformado a los dirigentes alemanes en una horda
de maníacos con ganas de merendarse a Europa. El concierto internacional de las
potencias aliadas hizo algo inédito en la Historia, o al menos no me sale
ningún ejemplo semejante: meterse dentro de la casa por vigilar que sus dueños no
cometieran más desmanes, pero, desde dentro, sentar las bases para que, con el
transcurso de los lustros, Alemania se convirtiera en la mayor potencia económica.
Lo sucedido entre 1939 y 1945 fue tan demoníaco que el conjunto de la población asumió la culpa,
sobre todo a medida que iba descubriendo la abyección llevada a cabo por las SS
en los campos de exterminio. Alemania generaría anticuerpos férreos y duraderos
contra la ideología nazi. En el corto plazo, el bando vencedor limitó la producción industrial
de Alemania, se capó la actividad de cualquier tipo fábrica que albergara la
más mínima capacidad de producir armamento. Llegó el plan Marshall, Ludwig
Erhard fue nombrado ministro de exteriores y planeó, puso en marcha una
economía que desplegara sus alas para escapar de la mera subsistencia y elevar
el vuelo hacia la prosperidad. Erhard llegaría a ser canciller. Pasado el
tiempo y bajo la vigilancia militar in situ de los Estados Unidos,
Alemania se vio también beneficiada, como el resto de Europa, con todo tipo de
ayudas económicas. Su deuda había sido condonada en 1953 —una vez más, el complejo de culpa del Tratado de Versalles hacía saltar los resortes de la clemencia—. Progresiva y no tan lentamente terminaría por convertirse en
primera potencia económica europea, reincorporando a partir de 1989 la RDA, la Alemania
Oriental liberada del yugo soviético tras su último presidente al servicio del
Kremlin, Erich Honecker —aniquilador de derechos civiles y políticos—.
La Europa occidental contaría con
Alemania en todos los procesos encaminados a lograr una unión cada vez más
estrecha. Se evitaría por cualquier medio una animadversión que aislara al país
germano. Tenía que ser convertido en un amigo que compartiera los mismos
valores —libertad, igualdad y fraternidad, consigna de la Ilustración devenida en democracia, derechos humanos, imperio de una ley justa—. Aquellos que lo adornaban, antes de la inoculación del mal, en una
evolución axiológica perfectamente paralela a la de otras regiones europeas; de
hecho, una gran mayoría de ciudadanos y, desde luego, la mayor parte de la
intelectualidad y el arte jamás se movieron de ese eje de valores; más aún, la
cultura alemana, su literatura, su música, ¡su filosofía!, había enriquecido y
abonado la tierra deBeethoven, Göethe o
Kant para convertirlo en uno de los humus más fecundos de la civilización occidental. Tras el 45, ese intento logrado por
hacer de Alemania un actor más en el teatro de la civilización tuvo un primer aldabonazo
con nombre propio, plan estructurado y compromiso mutuo, en la creación de la CECA,
Comunidad Europea del Carbón y el Acero. Poco después, la CEE, Comunidad
Económica Europea. Alemania siempre dentro. Se aspiraba a la amplificación de
una unidad exclusivamente económica, aunque ya con ésta se trataba de
configurar la argamasa propicia de la paz, el interés común, y se quería que,
igual que el resto de países constituyentes (Países Bajos, Bélgica, Reino
Unido, Francia e Italia), Alemania estuviera en el ajo, que participara en la
mezcolanza mercantil, socia alícuota de aquellos rudimentos unificadores
—debería ser notorio que el comercio, el mercadeo entre regiones, desde los
egipcios, los fenicios, pasando por los griegos, la Ruta de la Seda, el
tránsito mediterráneo durante la Pax Romana, ha funcionado desde la Antigüedad
como fuerza civilizatoria, expansión de la paz, la prosperidad, la cultura, los
usos y costumbres, en fin, una proto-globalización—. Se aspiraba a la
ampliación de una Europa unida en el terreno mercantil para que consiguiera
serlo también en el ámbito de lo social, lo político, lo bélico. En 1993 nació
de facto la Unión Europea, 12 países miembros, a partir del embrión de estas seis naciones nombradas más
arriba. Hoy somos 27 países; 28, antes de la descorazonadora separación del Reino
Unido, nefasto Brexit, con fecha de salida oficializada en el 1 de enero de
2021, un error histórico que tal vez y con suerte se subsane con los años.
Tratado de la Unión Europea, conocido también como Tratado de Maastricht, y las firmas de los doce ministros de Asuntos Exteriores y de Finanzas de los Estados miembros
Comprobamos una y otra vez en el
decurso maldito de la Historia que la guerra, la barbarie, las sangrías
imperialistas han servido para que grandes criminales masivos, con la pátina
del tiempo, fueran erigidos en una suerte de héroes. Ciro, Alejandro Magno, Aníbal,
para cierta casta de diletantes oligofrénicos incluso el mismísimo Napoleón, no
pocas veces se pintan como inmaculados genios de la estrategia militar, sin reparar en cuestiones de naturaleza ética; no
existe contra ellos ninguna justicia poética. Son aquellos a quienes abraza
seguramente la segunda cita más famosa de Lord Acton: «Los grandes hombres suelen ser
también malos hombres». Proliferan los títulos panegíricos en las bibliotecas,
una extensa bibliografía encaminada al ensalzamiento de los grandes matones
enfermos de megalomanía.
Lo dicho: consignas más o menos espurias de carácter motivador, convirtiendo al criminal de guerra —anacronismo— en sabio.
Cientos de nazis que ejercieron el
mal activamente, los actos más abyectos, cientos de acólitos con profesión de
fe igual que la del Führer se zafaron del martillo de los jueces, dejando los
juicios de Núremberg en un connato de justicia; se fueron de rositas por el
mundo a través de decenas de ratlines, rutas organizadas para su
escaqueo, muchos de ellos en la misma Europa, llegando a viejos felizmente,
algunos rodeados de nietos; otros en distintos países de Latinoamérica, como
Argentina o Chile; en los Estados Unidos; en el mediterráneo español mismamente.[2] Esta fuga de bellacos forma parte también de la benevolencia postbélica con que se acarició el lomo de la bestia.
Quienes pagaron fueron
esos miles, millones de refugiados más arriba citados, todos los alemanes,
soldaditos ingenuos y civiles muertos que provocó la guerra; ¿pero hubo un pago
nacional, algún tipo de penalización a la Alemania heredera del tercer Reich en
tanto que colectivo devenido de una democracia e incapaz de aplacar a sus
propios demonios? Es algo que me he preguntado, que me asalta en muchas
ocasiones. He tenido alumnos alemanes con quienes he trabado conversación sobre
el asunto, interesado por la visión de los jóvenes sobre su propia Historia. Para
mi sorpresa, rayana en el espanto, no tengo claro que algunos de aquellos con
los que conversé sobre la cuestión no albergaran cierto grado de ambigüedad
terriblemente incómoda. La naturaleza humana es bien tozuda y el nacionalismo, un veneno profundamente inoculado. Uno de mis mejores amigos es alemán, Marcel,
cuya amistad fue trabada en los tiempos, ya lejanos, en que él estudiaba en mi
academia de cultura y lengua española alea
de Oviedo; pero en este caso se trata de un antinazi probo y probado. Y por
cierto, Marcel no sentía demasiada simpatía por alguno de aquellos otros
compañeros que conoció en mi escuela, compatriotas suyos con un escepticismo
maloliente sobre sucesos históricos sin lugar a la ambivalencia.
Con estas dudas y certezas llegamos
donde queríamos llegar en este artículo, tras esta carcasa de premisas previas
necesarias para la siguiente objeción. Bajo esta Unión Europea, de la que
Alemania y Francia constituyen la «locomotora» de nuestro tren, por expresarlo
en términos de una metáfora ya lexicalizada, la nación germánica, erigida en
primerísima potencia del continente tras todos estos devaneos post-Segunda
Guerra Mundial y descritos más arriba de manera sucinta, ha terminado
convirtiéndose en directora de orquesta, marcando el rumbo de la Unión; tras
1945 y en unas cuantas décadas, Alemania ha ido consiguiendo el poder de Europa
mediante métodos mucho más sublimes, o siquiera inocuos, que los del matonismo
bélico, el ultranacionalismo, el afán imperial y la soberbia étnica, vamos, la
intentona genocida. La Alemania mal romanizada, poco romanizada, romanizada por
ósmosis de una civilización, la grecorromana, claramente superior a la de las
rubicundas barbas rubias, los melenudos que habitaban los bosques al norte del Rin
envueltos en pieles de animales salvajes, esa vieja Germania se ha convertido
en la más superferolítica de las democracias liberales, uno de los Estados
sociales más justos, por supuesto, una de las regiones más ricas del mundo, un
país muy industrializado, con alta tecnología, química, farmacéutica. Desde
hace unas décadas y puntualmente enardecido su papel rector desde la creación y
puesta en marcha del euro,[3] Alemania agarra —hágase
notar que evito escribir «detenta»— el cetro europeo.[4]
Pero no todo podía ser tan
hermoso. Su talón de Aquiles es la energía. Tal vez también como efecto de una
difusa culpa, el desarrollo de una idiosincrasia moral postcatastrófica, tal
vez sea Alemania el país donde mejor y más han prendido los partidos políticos
llamados verdes, la ecología representada por importantes mayorías. Algo que en
España ni siquiera hemos rozado, porque en nuestras tierras carpetovetónicas, hasta hace dos días se arrojaban las
cabras por los campanarios, se arrancaban las cabezas de gallos vivos atados a
una cuerda o se asesinaban con pinchos y espadas a los toros en las plazas
—¡ah, no, que eso sigue pasando!—. La influencia del ecologismo y no sé si
algunas otras cosas más derivadas del modo en que se ha desarrollado su
crecimiento industrial, ha hecho de Alemania un país muy poco proclive a la
producción de energía nuclear; ni siquiera tras Windscale, en Reino Unido, Three
Mile Island, en Pensilvania (en EE.UU,
aunque casi todos pequeños, se contabilizan en torno a ¡cincuenta y cinco
accidentes nucleares!), Chernobil o Fukushima, ni siquiera, pues, tras algún
centenar que otro de accidentes en todo el mundo, esa chapuza tecnológica no ha
dejado de tener un amplio predicamento positivo. Inexplicable, si no fuera
porque asumimos nuestra condición de monos enloquecidos, incapaces de no
utilizar todo aquello que inventamos, por peligroso que sea, siempre que le
encontremos alguna finalidad. Sus defensores dicen que no contamina. No se me
ocurre nada más contaminante que los residuos radiactivos. El tratamiento de
los residuos de las centrales nucleares requiere del continuo y sempiterno reencapsulamiento
de unos despojos tóxicos almacenados cuya actividad radiactiva perdura
muchísimo más tiempo que los materiales que los albergan. Los mayores expertos
confían en la ciencia futura para solucionar los problemas derivados, y se
quedan tan tranquilos. El plutonio y el uranio nunca son considerados como
recursos que también se agotarían algún día. Los defensores de la energía
nuclear dibujan una idílica factoría voltaica que produce de la nada, no
contamina mientras se mueven sus turbinas y, finalmente, excreta un veneno
pequeñito, nada, poca cosa, como si fuera una pequeñita pila aaa
arrojada en nuestro cenicero. Alemania cuenta con un elogioso intento por implantar
un sistema de producción basado en las energías renovables, eólica y solar. Sin
embargo, la demanda de energía es enorme. Se trata del miembro de la Unión Europea
con mayor población, pero, sobre todo, con la industria más potente y por tanto
con la mayor necesidad de energía eléctrica y térmica. Para ello, Alemania ha
ido echando mano cada vez más del gas ruso, un combustible efectivo, no el más
contaminante y a un precio que le permite a su industria seguir siendo
competitiva en el mercado internacional. La dependencia alemana del gas ruso se
encuentra en un 60%. En medios de comunicación, se oyen cifras de un 40 o un
50%. Esta última cifra es la que publica el grupo de comunicación DW, Deutsche
Welle («Onda Alemana»), financiado por el presupuesto federal
alemán, aunque, en principio, independiente, libre de dependencias ideológicas
o líneas editoriales marcadas por el Bundestag; sin embargo, suponemos que su
información sobre la dependencia alemana del gas ruso será fiable.
Rusia es el mayor proveedor de gas para Europa,
un tercio de ese gas viaja por gasoductos que atraviesan Europa. Imagen propiedad de Samuel Bailey y extraída de Wikipedia.
Ha de saberse el origen que da
profundidad al binomio simbiótico de Rusia y Alemania. Sólo diez años después
de la Segunda Guerra Mundial, dos años nada más desde la muerte de Stalin, en
1955, el primer canciller de la renovada Alemania, Konrad Adenauer, viajó al Moscú de Nikita Kruschev
a fin de explorar relaciones comerciales. Esto enlaza con la primera parte de
este artículo. Como vemos, Alemania quedó prontamente con las manos libres para
encaminar su crecimiento económico; como vemos, ningún Tratado de Versalles
aherrojaba su acción política, más bien se la estaba ayudando a establecer toba
clase de influencias conducentes a su enriquecimiento. La Europa libre,
liberal y socialdemócrata amamantaba al país que estuvo a punto de destruirla,
la nación que acarició la posibilidad de extinguir a todas las infrarrazas que
contaminaban la sangre de los hijos de Thor —al decir «la nación» o cualquier
otra generalización regional sabemos que no nos referimos a cada uno de los
habitantes sino a la representación simbólica a la que incómodamente nos hemos acostumbrado, en este caso, bajo el yugo de la
autocracia nacionalsocialista de Hitler y toda su cohorte de hijos de Belcebú—.
En 1958 se firmó un primer acuerdo comercial bilateral, al margen o más bien
incluso bajo la aquiescencia del resto de países comunitarios. En la escalada de la Guerra Fría,
hacia 1960, el mutuo apoyo económico, ¿contubernio?, entre las dos naciones que,
tres lustros atrás, fueran las archienemigas de la guerra, con hitos tan dramáticos como la batalla de Stalingrado, se encontraba en pleno apogeo. Todo bajo las suaves caricias del
Reino Unido y Francia. La España franquista bastante tenía con lo suyo, y ahí
está la obra maestra de Luis Berlanga, Bienvenido Mr. Marshall, el humor
que escamotea a la censura el fracaso negociador del Régimen: España, a cuya
República nadie socorrió frente a la agresión de los milicos y nuestro propio y
familiar fascismo, la benévola España que no agredía a ningún otro país más que
a sí misma, quedaría sometida al desamparo y la autarquía, mientras, al
contrario, la rabiosa Alemania sería la nación mimada, depositaria progresivamente de
todo el apoyo internacional necesario para terminar impulsándola de nuevo al
rango de primera potencia. Lo único, eso sí,
con algo más que reticencias por parte de los Estados Unidos. Nada obstaculizaría
el imparable ascenso de Alemania. El haber estado literalmente ocupada,
troceada en cuatro regiones y bajo el control de los cuatro fantásticos de los
aliados, no impidió que, en la década de los 60, se coludiera con la Unión
Soviética; la enorme producción de petróleo y gas rusos a cambio de la
capacidad alemana para fabricar lo que necesitara el Kremlin, para empezar, los
enormes oleoductos y gaseoductos con los que hacer circular los fluidos y flatulencias inflamables del progreso.
Concurso de flatulencias
Antes de la liquidación de Kennedy, Estados
Unidos logró el embargo de parte de los productos industriales y los oleoductos
que Alemania vendía a la URSS, disminuyendo mínimamente el gran negocio
establecido. Insistimos: bajo la tolerancia del resto de Europa. Se seguía
mimando a la que fue la gran bestia. Los nazis residuales escapados a cualquier
tipo de juicio circulaban por el mundo o pervivían bajo nombres falsos y vidas
aparentemente tranquilas, probablemente en el mayor de los casos sin ningún
tipo de mala conciencia, seguramente incluso con el orgullo de haber servido a
su gran líder, con el sentimiento de seguir siendo la raza aria suprema, la
materia gris y sin corazón que el mundo siempre envidiaría. La URSS regaba de
petróleo y gas a sus repúblicas satelitales con los tubos fabricados por la
industria alemana. Así continuó el negociado y así fueron fortaleciéndose los
vínculos, la mutua dependencia entre Alemania y Rusia. Y nos seguimos
preguntando, ¿qué otra nación del viejo continente podría aprovecharse de
semejantes carantoñas sin que ningún miembro del resto de la Unión Europea
pusiera algún reparo o lo impidiera? Alemania, consentida, era el monstruo feo
bien maquillado ahora, convertido en ejemplo de la civilización occidental.
Durante la crisis del petróleo a mediados de los 70, el gas siguió favoreciendo
que el país germano lograra minimizar los problemas y sobrellevar la crisis
mejor que otras naciones, siempre gracias a su contubernio con la gran Unión de
Repúblicas Soviéticas. ¿Dónde está la justicia poética? Estados Unidos se
agobiaba y se ahogaba en su propia impotencia frente a la alimentación
crematística del gran enemigo y madre de todos los comunismos; bajo diferentes
presidencias y en especial durante el gobierno de Reagan, Norteamérica intentó
que Europa redujera al máximo su dependencia energética de la URSS, pero sin
demasiado éxito; tras la caída del Muro de Berlín en 1989, el negocio bilateral
y el caudal de crudo y gas que compraban ciertos países de la Europa del oeste
y en particular Alemania no hacía otra cosa que crecer y crecer: «Los
suministros de gas ruso a Alemania habían aumentado de 1.100 millones de metros
cúbicos en 1973 a 25.700 millones de metros cúbicos en 1993».[5]
En la década de 1990, Gazprom,
empresa estatal rusa de gas natural, se interesó cada vez más por los
suministros a Europa que pasaban por Ucrania, tanto por la deficiente
infraestructura gasística de ésta como por razones geopolíticas. El
gasoducto Yamal, que alcanzó su plena capacidad en 2006, conecta los
yacimientos siberianos de gas con Alemania a través de Bielorrusia y Polonia.
Luego vino el Nord Stream 1, un
gasoducto que transportaría el gas directamente desde el territorio ruso hasta
el alemán a través del Mar Báltico, evitando todos los países intermedios. El
acuerdo fue firmado en 2005 por el entonces canciller alemán Gerhard Schröder y
el presidente ruso, Vladimir Putin. Fue inaugurado en 2012.
Polonia y los Estados bálticos se
opusieron firmemente, pero sus partidarios dentro de Alemania consideraron el
acuerdo como una forma de consolidar aún más los lazos con Rusia.[6]
Schröder y Putin, amiguetes. Imagen: DW
Angela Merkel continuó ampliando los
vínculos flatulentos con la Rusia de Vladimir Putin. Este último trabajó en
Dresde como agente del KGB. Según parece, el autócrata habla bien el alemán y
no disimula cierta germanofilia, aunque nos suponemos en qué momentos
históricos puede fijar su filia, y sólo imaginarlo ya infunde terror. Por otro
lado, la canciller de Alemania durante 16 años, venerable Ángela, habla ruso,
por haberse criado en la antigua República Democrática. Su relación, por lo
tanto, es probablemente la más dulce del dictador sanpetersburgués con
cualquier otro mandatario europeo. Esto no quita que Merkel incida siempre y
con algo de valentía en la necesidad de que su interlocutor se comporte
decentemente con los valores occidentales, ha pedido explícitamente a Putin la
liberación de sus opositores y ha visitado a personas como Navalni en sus
visitas a Rusia —recordemos que fue en un hospital alemán donde curaron y desintoxicaron del sofisticado agente nervioso novichok al líder opositor de Putin, el valeroso Aléksei Navalni—. Cuando Barak Obama ocupaba la Casa Blanca, Merkel, pese a
cualquier buen entendimiento aparente —y sin traductores de por medio— entre
ella y Vladimir Putin, no pierde su sentido de la realidad cuando confesó a
Obama acerca del autócrata ruso que «está fuera de la realidad […], vive en otro mundo». Pero,
pasados los años, ahí está el acuerdo para la construcción de un Nord Stream 2
que doblaría el flujo de gas con respecto al Nord Stream 1, tras haber logrado la transigencia por parte de Washington, julio de 2021.
El acuerdo de Merkel y Biden ha
causado conmoción en los países vecinos de Rusia. Tanto dentro de la UE
(Polonia, Estonia, Letonia y Lituania) como fuera (Ucrania). La canciller
alemana ha sido acusada de brindar un triunfo geoestratégico a Putin. Incluso,
de poner en peligro la supervivencia económica de Ucrania como Estado
independiente. Porque perderá sus ingresos por el tránsito de un gas ruso que
ahora llegará a Europa directamente a través del Báltico.
“La versión pesimista es que el Nord
Stream 2 es una trampa diabólica para la relación transatlántica”
Constanze Stelzenmüller, doctora en
Derecho y titular en el Brookings Institution.[7]
Olaf Scholz, sucesor de Merkel en la cancillería desde diciembre de 2021, mantuvo contactos
bilaterales con Putin antes del nefasto 24 de febrero en que comienza el intento de invasión a Ucrania por parte del ejército ruso, contactos encaminados,
sí, a que Rusia se contuviera de intervenir, y menos aún de intervenir bélicamente en
los asuntos internos de un Estado independiente como Ucrania, pero tampoco
sabemos bien si estos contactos se hicieron en representación de Europa o si tuvieron lugar por sus propios fueros e intereses.
Porque Olaf Scholz, en estos días de abril en
los que la guerra de Rusia contra Ucrania continúa, se niega por el momento a
dejar de comprar el gas de Putin, a pesar de las presiones norteamericanas y de
otros socios europeos. ¿Se permitiría que España, Portugal, Grecia, incluso
Italia hicieran algo parecido teniendo encima las alegaciones de Alemania? No
sé si existe algún tipo de solución para que la superpotencia europea vea
cubiertas sus demandas energéticas por otra vía. Estados Unidos, es de suponer
que ofrezca alguna alternativa para proveer de combustible a la sociedad y, sobre todo, a la gigante industria alemana, puesto que, de otro modo, significaría un
parón absoluto e impensable de la gran máquina económica, la archimentada mitad
de la locomotora de la UE. Si Alemania depende en un 50% del gas ruso, Rusia, a
su vez, tiene en Alemania a su mejor cliente, el cual le compra el 20% de ese
mismo gas, y además tiene materiales y productos industriales elaborados
indispensables para el transporte del mismo, sobre todo los grandes tubos de
acero por los que viaja la flatulencia putinesca. Entre 700 y 800 millones de
euros diarios ingresa Rusia del gas vendido a Alemania. Cerca de 35.000
millones desde el comienzo de la invasión a Ucrania hasta hoy.
«Mmmmmm... Me gustan más esos billeticos, pero ahora quiero que me pagues en rublos.»
El acuerdo bilateral de beneficio
simbiótico entre Alemania y Rusia, lo cual lleva a una dependencia de la propia
Alemania, pero ya de paso también del resto de Europa, apresados por la
necesidad de gas ruso —unas cadenas prometeicas, primero incómodas y ahora
terroríficas—, es algo que jamás podría haber hecho ningún otro país de los 27,
simplemente porque así tuvo a bien actuar el Bundestag, de espaldas a los
intereses del resto, habiendo sometido a Ucrania al enflaquecimiento de
importantes ingresos que imperiosamente necesita. Más que un acuerdo deberíamos
hablar de un auténtico contubernio. Y repito, porque es el leitmotiv de
este artículo, algo que jamás habría permitido Alemania a ninguno de los demás
miembros de la UE, probablemente respaldado, verbigracia, por Países Bajos,
pero que ella se permite hacer porque sigue siendo la favorecida desde 1945. Sé
que las acusaciones son duras, pero me gustaría que se consideraran simplemente
una hipótesis, probablemente una rabia que podría muy bien compartir mi amigo
Marcel, un ejemplo prístino de alemán, europeo, posmoderno como yo. Bien lejos
ambos del pensamiento de peligrosos personajes como Aleksandr Dugin, el
consejero del nuevo zar de Rusia, Vladimir Putin I. Mucho ojo a este personaje, Dugin, filósofo con cierto predicamento en pequeños grupos culturales de Occidente y buena entrada en Italia y países de habla hispana (el tipo, de una inteligencia mefistofélica, habla bastante bien italiano y español), comparado con Rasputín, pero mucho más formado, mucho ojo y tiento con la terrorífica relación entre las ideas de este sombrío consejero y las acciones del dictador, porque detrás de sus movimientos puede haber algo que vaya muchísimo más allá de la mentada hasta el cansancio geopolítica de circunstancia; un plan que tiene que ver con lo ideológico, la lucha de modelos de civilización.
Cuando Putin comienza el arrasamiento
de Ucrania bajo el pretexto de la desnazificación y una sarta de historicomanipulaciones
totalmente indigestas, de corte nacionalista,[8]
Alemania niña mimada, superpotencia que impone a la noble Grecia a sus dictados
financieros, la gran beneficiada del euro (v. nota a pie nº3), la que dicta cómo,
cuándo y qué se gasta en Europa, continúa haciendo lo que le viene en gana. Y
de nuevo, por tercera vez, como las negaciones de Pedro a Jesucristo, me
pregunto: ¿por qué coño hace lo que quiere y qué sucedería si las tornas fueran
diferentes y a cualquiera de los cochinos pigs
se les ocurriera actuar de la misma manera? Lo respondo yo: que Alemania no se lo permitiría hacer a ninguno de ellos.
El europeísta presidente ucraniano Zelenski debe tirar de las orejas a
Olaf, «sugerirle» que se busque la vida, que pida ayuda a España para regasificarle el gas
licuado procedente de Estados Unidos; porque el cómico devenido en héroe tiene
arrestos para hacerlo. Si Alemania deja de comprar las flatulencias de Rusia
hoy mismo, mañana, la organización de sus sicarios disfrazados de soldados,
esto es, su Ejército, contará con 800 millones de euros menos para pagar la carnicería.
Esta extensa entrada en este diario,
excesiva por todos lados, podrá parecer una invectiva exagerada y la
destilación de algún tipo de veneno. Tal vez lo sea. Pero nos arrebata la
indignación. La falta de justicia poética. Los mismos errores históricos de
siempre. La iniquidad. La comparsa de las naciones. La desesperanza de la
incuria histórica. Financiado Putin a costa de sus flatulencias, tendrá más
facilidad para persistir en sus matanzas. Miles de personas sufren, luchan,
mueren.
[1]
Eric Hobsbawm expone con claridad en su Historia del siglo XX las cinco
consideraciones principales abordadas en el Tratado de Versalles, y nos dice al
final de esta exposición: «A mediados de los años treinta lo único que quedaba
del tratado de Versalles eran las cláusulas territoriales».
[2]
Un buen artículo sobre el particular: https://www.eldiario.es/andalucia/malaga/nazis-costa-sol-decenas-criminales-encontraron-refugio-costa-malaguena_1_8339629.html
[3] […] el [estudio empírico
de los investigadores del CEP Alessandro Gasparotti y Matthias Kullas, titulado
«20 años del euro: Perdedores y ganadores»] sostiene que sólo Alemania y los
Países Bajos han obtenido beneficios sustanciales de la moneda común. Contando
desde 1999, cada alemán acumuló de media 23.116 euros de más gracias al euro,
que no hubiera logrado sin la moneda europea. El segundo más beneficiado fueron
los Países Bajos, con un impacto en la prosperidad por habitante de 21.003
euros más, y en la prosperidad general de 346.000 millones más. En cambio,
italianos y franceses se quedaron en menos ricos de media por valor de 73.605
euros y 55.996 euros, respectivamente. Recuperado en: https://www.lavanguardia.com/economia/20190303/46794395472/cosecha-germana-euro-alemania.html
[4] Este artículo quedaría
completamente cojo y manco si no se dice que esta Alemania, además, había
pasado por un proceso de cultivo artístico y cultural desde la Edad Media,
multiplicado en los siglos XVII y XVIII, con un continuo de elevado rango
durante el siglo XIX largo (hasta 1914), donde la cultura se había convertido
en uno de los valores de mayor rango y significación civilizatoria de todo el
mundo. Filosofía, literatura, música, arte, ciencia; Alemania ha sido un
prodigio, un jardín feraz casi ilimitado, preponderante, repartiendo sus frutos
para todo el Orbe, puesto que la cultura, la que se escribe con mayúscula,
Cultura, no tiene nación y aspira al bien universal. Esa base quedó sepultada
durante la cancillería del maníaco y su maldita guerra; pero constituía un
lecho inextinguible que de nuevo sería aprovechado en tiempos de nueva
prosperidad.
[5]
Fuente: DW, Deutsche Welle, recuperado en: https://www.dw.com/es/el-gas-ruso-en-alemania-una-complicada-relaci%C3%B3n-de-50-a%C3%B1os/a-61073141
[7] Columna Digital, 2 de agosto, 2021; Recuperado en: https://columnadigital.com/la-inquebrantable-relacion-de-angela-merkel-con-vladimir-putin/
[8]
Vea y escúchese el oscuro soliloquio en el que Putin explica las razones para
apoyar la independencia del Donbás, que será en última instancia la razón para
atacar Ucrania: https://dai.ly/x8877jy