Tras la rendición de Alemania en la Segunda Guerra Mundial en mayo del año 1945 no hubo Tratado de Versalles como en la primera (1914-1918), la conocida como Gran Guerra (miserables e ilusos, pensábamos los humanos que aquel horror era insuperable en barbarie). Después de la segunda, hasta ahora la mayor conflagración de la Historia, en las conferencias de Potsdam, cuatro de los grandes aliados se repartieron el control del país germano: Estados Unidos, Francia, Reino Unido y URSS. Lo harían con carácter circunstancial, hasta dejar encarrilado un país demasiado incómodo y peligroso para el resto del mundo durante la primera mitad del siglo XX. Aquel carácter circunstancial, provisional, que tuvo el control de Alemania, la URSS estalinista se lo pasaría por el forro, quedándose, como ya sabemos, con la mitad oriental. Después de la susodicha rendición, millones de refugiados se dispersaron de Alemania en todas las direcciones, algunos fueron encerrados en campos, hubo desarraigo, hambruna, desesperación, enfermedad y muerte. Su líder de flequillo grasoso y alma de azufre, quien los condujo hasta el infierno, el primer responsable, yacía junto a su Eva Braun, convenientemente suicidados y más adelante socarrados en el Führerbunker, bajo la cancillería berlinesa, cerca del gran símbolo europeo de la Puerta de Brandeburgo.
parlamento alemán o Bundestag |
Así que, nada de cobrarse la factura tras la derrota alemana, aceptado el sofisma de que los aliados y el rigorismo de sus condiciones para con los vencidos fueron los culpables, o cuando menos los responsables de haber transformado a los dirigentes alemanes en una horda de maníacos con ganas de merendarse a Europa. El concierto internacional de las potencias aliadas hizo algo inédito en la Historia, o al menos no me sale ningún ejemplo semejante: meterse dentro de la casa por vigilar que sus dueños no cometieran más desmanes, pero, desde dentro, sentar las bases para que, con el transcurso de los lustros, Alemania se convirtiera en la mayor potencia económica. Lo sucedido entre 1939 y 1945 fue tan demoníaco que el conjunto de la población asumió la culpa, sobre todo a medida que iba descubriendo la abyección llevada a cabo por las SS en los campos de exterminio. Alemania generaría anticuerpos férreos y duraderos contra la ideología nazi. En el corto plazo, el bando vencedor limitó la producción industrial de Alemania, se capó la actividad de cualquier tipo fábrica que albergara la más mínima capacidad de producir armamento. Llegó el plan Marshall, Ludwig Erhard fue nombrado ministro de exteriores y planeó, puso en marcha una economía que desplegara sus alas para escapar de la mera subsistencia y elevar el vuelo hacia la prosperidad. Erhard llegaría a ser canciller. Pasado el tiempo y bajo la vigilancia militar in situ de los Estados Unidos, Alemania se vio también beneficiada, como el resto de Europa, con todo tipo de ayudas económicas. Su deuda había sido condonada en 1953 —una vez más, el complejo de culpa del Tratado de Versalles hacía saltar los resortes de la clemencia—. Progresiva y no tan lentamente terminaría por convertirse en primera potencia económica europea, reincorporando a partir de 1989 la RDA, la Alemania Oriental liberada del yugo soviético tras su último presidente al servicio del Kremlin, Erich Honecker —aniquilador de derechos civiles y políticos—.
La Europa occidental contaría con
Alemania en todos los procesos encaminados a lograr una unión cada vez más
estrecha. Se evitaría por cualquier medio una animadversión que aislara al país
germano. Tenía que ser convertido en un amigo que compartiera los mismos
valores —libertad, igualdad y fraternidad, consigna de la Ilustración devenida en democracia, derechos humanos, imperio de una ley justa—. Aquellos que lo adornaban, antes de la inoculación del mal, en una
evolución axiológica perfectamente paralela a la de otras regiones europeas; de
hecho, una gran mayoría de ciudadanos y, desde luego, la mayor parte de la
intelectualidad y el arte jamás se movieron de ese eje de valores; más aún, la
cultura alemana, su literatura, su música, ¡su filosofía!, había enriquecido y
abonado la tierra de Beethoven, Göethe o
Kant para convertirlo en uno de los humus más fecundos de la civilización occidental. Tras el 45, ese intento logrado por
hacer de Alemania un actor más en el teatro de la civilización tuvo un primer aldabonazo
con nombre propio, plan estructurado y compromiso mutuo, en la creación de la CECA,
Comunidad Europea del Carbón y el Acero. Poco después, la CEE, Comunidad
Económica Europea. Alemania siempre dentro. Se aspiraba a la amplificación de
una unidad exclusivamente económica, aunque ya con ésta se trataba de
configurar la argamasa propicia de la paz, el interés común, y se quería que,
igual que el resto de países constituyentes (Países Bajos, Bélgica, Reino
Unido, Francia e Italia), Alemania estuviera en el ajo, que participara en la
mezcolanza mercantil, socia alícuota de aquellos rudimentos unificadores
—debería ser notorio que el comercio, el mercadeo entre regiones, desde los
egipcios, los fenicios, pasando por los griegos, la Ruta de la Seda, el
tránsito mediterráneo durante la Pax Romana, ha funcionado desde la Antigüedad
como fuerza civilizatoria, expansión de la paz, la prosperidad, la cultura, los
usos y costumbres, en fin, una proto-globalización—. Se aspiraba a la
ampliación de una Europa unida en el terreno mercantil para que consiguiera
serlo también en el ámbito de lo social, lo político, lo bélico. En 1993 nació
de facto la Unión Europea, 12 países miembros, a partir del embrión de estas seis naciones nombradas más
arriba. Hoy somos 27 países; 28, antes de la descorazonadora separación del Reino
Unido, nefasto Brexit, con fecha de salida oficializada en el 1 de enero de
2021, un error histórico que tal vez y con suerte se subsane con los años.
Comprobamos una y otra vez en el decurso maldito de la Historia que la guerra, la barbarie, las sangrías imperialistas han servido para que grandes criminales masivos, con la pátina del tiempo, fueran erigidos en una suerte de héroes. Ciro, Alejandro Magno, Aníbal, para cierta casta de diletantes oligofrénicos incluso el mismísimo Napoleón, no pocas veces se pintan como inmaculados genios de la estrategia militar, sin reparar en cuestiones de naturaleza ética; no existe contra ellos ninguna justicia poética. Son aquellos a quienes abraza seguramente la segunda cita más famosa de Lord Acton: «Los grandes hombres suelen ser también malos hombres». Proliferan los títulos panegíricos en las bibliotecas, una extensa bibliografía encaminada al ensalzamiento de los grandes matones enfermos de megalomanía.
Lo dicho: consignas más o menos espurias de carácter motivador, convirtiendo al criminal de guerra —anacronismo— en sabio. |
Cientos de nazis que ejercieron el mal activamente, los actos más abyectos, cientos de acólitos con profesión de fe igual que la del Führer se zafaron del martillo de los jueces, dejando los juicios de Núremberg en un connato de justicia; se fueron de rositas por el mundo a través de decenas de ratlines, rutas organizadas para su escaqueo, muchos de ellos en la misma Europa, llegando a viejos felizmente, algunos rodeados de nietos; otros en distintos países de Latinoamérica, como Argentina o Chile; en los Estados Unidos; en el mediterráneo español mismamente.[2] Esta fuga de bellacos forma parte también de la benevolencia postbélica con que se acarició el lomo de la bestia.
Quienes pagaron fueron
esos miles, millones de refugiados más arriba citados, todos los alemanes,
soldaditos ingenuos y civiles muertos que provocó la guerra; ¿pero hubo un pago
nacional, algún tipo de penalización a la Alemania heredera del tercer Reich en
tanto que colectivo devenido de una democracia e incapaz de aplacar a sus
propios demonios? Es algo que me he preguntado, que me asalta en muchas
ocasiones. He tenido alumnos alemanes con quienes he trabado conversación sobre
el asunto, interesado por la visión de los jóvenes sobre su propia Historia. Para
mi sorpresa, rayana en el espanto, no tengo claro que algunos de aquellos con
los que conversé sobre la cuestión no albergaran cierto grado de ambigüedad
terriblemente incómoda. La naturaleza humana es bien tozuda y el nacionalismo, un veneno profundamente inoculado. Uno de mis mejores amigos es alemán, Marcel,
cuya amistad fue trabada en los tiempos, ya lejanos, en que él estudiaba en mi
academia de cultura y lengua española alea
de Oviedo; pero en este caso se trata de un antinazi probo y probado. Y por
cierto, Marcel no sentía demasiada simpatía por alguno de aquellos otros
compañeros que conoció en mi escuela, compatriotas suyos con un escepticismo
maloliente sobre sucesos históricos sin lugar a la ambivalencia.
Con estas dudas y certezas llegamos donde queríamos llegar en este artículo, tras esta carcasa de premisas previas necesarias para la siguiente objeción. Bajo esta Unión Europea, de la que Alemania y Francia constituyen la «locomotora» de nuestro tren, por expresarlo en términos de una metáfora ya lexicalizada, la nación germánica, erigida en primerísima potencia del continente tras todos estos devaneos post-Segunda Guerra Mundial y descritos más arriba de manera sucinta, ha terminado convirtiéndose en directora de orquesta, marcando el rumbo de la Unión; tras 1945 y en unas cuantas décadas, Alemania ha ido consiguiendo el poder de Europa mediante métodos mucho más sublimes, o siquiera inocuos, que los del matonismo bélico, el ultranacionalismo, el afán imperial y la soberbia étnica, vamos, la intentona genocida. La Alemania mal romanizada, poco romanizada, romanizada por ósmosis de una civilización, la grecorromana, claramente superior a la de las rubicundas barbas rubias, los melenudos que habitaban los bosques al norte del Rin envueltos en pieles de animales salvajes, esa vieja Germania se ha convertido en la más superferolítica de las democracias liberales, uno de los Estados sociales más justos, por supuesto, una de las regiones más ricas del mundo, un país muy industrializado, con alta tecnología, química, farmacéutica. Desde hace unas décadas y puntualmente enardecido su papel rector desde la creación y puesta en marcha del euro,[3] Alemania agarra —hágase notar que evito escribir «detenta»— el cetro europeo.[4]
Pero no todo podía ser tan
hermoso. Su talón de Aquiles es la energía. Tal vez también como efecto de una
difusa culpa, el desarrollo de una idiosincrasia moral postcatastrófica, tal
vez sea Alemania el país donde mejor y más han prendido los partidos políticos
llamados verdes, la ecología representada por importantes mayorías. Algo que en
España ni siquiera hemos rozado, porque en nuestras tierras carpetovetónicas, hasta hace dos días se arrojaban las
cabras por los campanarios, se arrancaban las cabezas de gallos vivos atados a
una cuerda o se asesinaban con pinchos y espadas a los toros en las plazas
—¡ah, no, que eso sigue pasando!—. La influencia del ecologismo y no sé si
algunas otras cosas más derivadas del modo en que se ha desarrollado su
crecimiento industrial, ha hecho de Alemania un país muy poco proclive a la
producción de energía nuclear; ni siquiera tras Windscale, en Reino Unido, Three
Mile Island, en Pensilvania (en EE.UU,
aunque casi todos pequeños, se contabilizan en torno a ¡cincuenta y cinco
accidentes nucleares!), Chernobil o Fukushima, ni siquiera, pues, tras algún
centenar que otro de accidentes en todo el mundo, esa chapuza tecnológica no ha
dejado de tener un amplio predicamento positivo. Inexplicable, si no fuera
porque asumimos nuestra condición de monos enloquecidos, incapaces de no
utilizar todo aquello que inventamos, por peligroso que sea, siempre que le
encontremos alguna finalidad. Sus defensores dicen que no contamina. No se me
ocurre nada más contaminante que los residuos radiactivos. El tratamiento de
los residuos de las centrales nucleares requiere del continuo y sempiterno reencapsulamiento
de unos despojos tóxicos almacenados cuya actividad radiactiva perdura
muchísimo más tiempo que los materiales que los albergan. Los mayores expertos
confían en la ciencia futura para solucionar los problemas derivados, y se
quedan tan tranquilos. El plutonio y el uranio nunca son considerados como
recursos que también se agotarían algún día. Los defensores de la energía
nuclear dibujan una idílica factoría voltaica que produce de la nada, no
contamina mientras se mueven sus turbinas y, finalmente, excreta un veneno
pequeñito, nada, poca cosa, como si fuera una pequeñita pila aaa
arrojada en nuestro cenicero. Alemania cuenta con un elogioso intento por implantar
un sistema de producción basado en las energías renovables, eólica y solar. Sin
embargo, la demanda de energía es enorme. Se trata del miembro de la Unión Europea
con mayor población, pero, sobre todo, con la industria más potente y por tanto
con la mayor necesidad de energía eléctrica y térmica. Para ello, Alemania ha
ido echando mano cada vez más del gas ruso, un combustible efectivo, no el más
contaminante y a un precio que le permite a su industria seguir siendo
competitiva en el mercado internacional. La dependencia alemana del gas ruso se
encuentra en un 60%. En medios de comunicación, se oyen cifras de un 40 o un
50%. Esta última cifra es la que publica el grupo de comunicación DW, Deutsche
Welle («Onda Alemana»), financiado por el presupuesto federal
alemán, aunque, en principio, independiente, libre de dependencias ideológicas
o líneas editoriales marcadas por el Bundestag; sin embargo, suponemos que su
información sobre la dependencia alemana del gas ruso será fiable.
Rusia es el mayor proveedor de gas para Europa,
Ha de saberse el origen que da profundidad al binomio simbiótico de Rusia y Alemania. Sólo diez años después de la Segunda Guerra Mundial, dos años nada más desde la muerte de Stalin, en 1955, el primer canciller de la renovada Alemania, Konrad Adenauer, viajó al Moscú de Nikita Kruschev a fin de explorar relaciones comerciales. Esto enlaza con la primera parte de este artículo. Como vemos, Alemania quedó prontamente con las manos libres para encaminar su crecimiento económico; como vemos, ningún Tratado de Versalles aherrojaba su acción política, más bien se la estaba ayudando a establecer toba clase de influencias conducentes a su enriquecimiento. La Europa libre, liberal y socialdemócrata amamantaba al país que estuvo a punto de destruirla, la nación que acarició la posibilidad de extinguir a todas las infrarrazas que contaminaban la sangre de los hijos de Thor —al decir «la nación» o cualquier otra generalización regional sabemos que no nos referimos a cada uno de los habitantes sino a la representación simbólica a la que incómodamente nos hemos acostumbrado, en este caso, bajo el yugo de la autocracia nacionalsocialista de Hitler y toda su cohorte de hijos de Belcebú—. En 1958 se firmó un primer acuerdo comercial bilateral, al margen o más bien incluso bajo la aquiescencia del resto de países comunitarios. En la escalada de la Guerra Fría, hacia 1960, el mutuo apoyo económico, ¿contubernio?, entre las dos naciones que, tres lustros atrás, fueran las archienemigas de la guerra, con hitos tan dramáticos como la batalla de Stalingrado, se encontraba en pleno apogeo. Todo bajo las suaves caricias del Reino Unido y Francia. La España franquista bastante tenía con lo suyo, y ahí está la obra maestra de Luis Berlanga, Bienvenido Mr. Marshall, el humor que escamotea a la censura el fracaso negociador del Régimen: España, a cuya República nadie socorrió frente a la agresión de los milicos y nuestro propio y familiar fascismo, la benévola España que no agredía a ningún otro país más que a sí misma, quedaría sometida al desamparo y la autarquía, mientras, al contrario, la rabiosa Alemania sería la nación mimada, depositaria progresivamente de todo el apoyo internacional necesario para terminar impulsándola de nuevo al rango de primera potencia. Lo único, eso sí, con algo más que reticencias por parte de los Estados Unidos. Nada obstaculizaría el imparable ascenso de Alemania. El haber estado literalmente ocupada, troceada en cuatro regiones y bajo el control de los cuatro fantásticos de los aliados, no impidió que, en la década de los 60, se coludiera con la Unión Soviética; la enorme producción de petróleo y gas rusos a cambio de la capacidad alemana para fabricar lo que necesitara el Kremlin, para empezar, los enormes oleoductos y gaseoductos con los que hacer circular los fluidos y flatulencias inflamables del progreso.
Concurso de flatulencias |
Antes de la liquidación de Kennedy, Estados Unidos logró el embargo de parte de los productos industriales y los oleoductos que Alemania vendía a la URSS, disminuyendo mínimamente el gran negocio establecido. Insistimos: bajo la tolerancia del resto de Europa. Se seguía mimando a la que fue la gran bestia. Los nazis residuales escapados a cualquier tipo de juicio circulaban por el mundo o pervivían bajo nombres falsos y vidas aparentemente tranquilas, probablemente en el mayor de los casos sin ningún tipo de mala conciencia, seguramente incluso con el orgullo de haber servido a su gran líder, con el sentimiento de seguir siendo la raza aria suprema, la materia gris y sin corazón que el mundo siempre envidiaría. La URSS regaba de petróleo y gas a sus repúblicas satelitales con los tubos fabricados por la industria alemana. Así continuó el negociado y así fueron fortaleciéndose los vínculos, la mutua dependencia entre Alemania y Rusia. Y nos seguimos preguntando, ¿qué otra nación del viejo continente podría aprovecharse de semejantes carantoñas sin que ningún miembro del resto de la Unión Europea pusiera algún reparo o lo impidiera? Alemania, consentida, era el monstruo feo bien maquillado ahora, convertido en ejemplo de la civilización occidental. Durante la crisis del petróleo a mediados de los 70, el gas siguió favoreciendo que el país germano lograra minimizar los problemas y sobrellevar la crisis mejor que otras naciones, siempre gracias a su contubernio con la gran Unión de Repúblicas Soviéticas. ¿Dónde está la justicia poética? Estados Unidos se agobiaba y se ahogaba en su propia impotencia frente a la alimentación crematística del gran enemigo y madre de todos los comunismos; bajo diferentes presidencias y en especial durante el gobierno de Reagan, Norteamérica intentó que Europa redujera al máximo su dependencia energética de la URSS, pero sin demasiado éxito; tras la caída del Muro de Berlín en 1989, el negocio bilateral y el caudal de crudo y gas que compraban ciertos países de la Europa del oeste y en particular Alemania no hacía otra cosa que crecer y crecer: «Los suministros de gas ruso a Alemania habían aumentado de 1.100 millones de metros cúbicos en 1973 a 25.700 millones de metros cúbicos en 1993».[5]
En la década de 1990, Gazprom,
empresa estatal rusa de gas natural, se interesó cada vez más por los
suministros a Europa que pasaban por Ucrania, tanto por la deficiente
infraestructura gasística de ésta como por razones geopolíticas. El
gasoducto Yamal, que alcanzó su plena capacidad en 2006, conecta los
yacimientos siberianos de gas con Alemania a través de Bielorrusia y Polonia.
Luego vino el Nord Stream 1, un
gasoducto que transportaría el gas directamente desde el territorio ruso hasta
el alemán a través del Mar Báltico, evitando todos los países intermedios. El
acuerdo fue firmado en 2005 por el entonces canciller alemán Gerhard Schröder y
el presidente ruso, Vladimir Putin. Fue inaugurado en 2012.
Polonia y los Estados bálticos se
opusieron firmemente, pero sus partidarios dentro de Alemania consideraron el
acuerdo como una forma de consolidar aún más los lazos con Rusia.[6]
Schröder y Putin, amiguetes. Imagen: DW |
Angela Merkel continuó ampliando los vínculos flatulentos con la Rusia de Vladimir Putin. Este último trabajó en Dresde como agente del KGB. Según parece, el autócrata habla bien el alemán y no disimula cierta germanofilia, aunque nos suponemos en qué momentos históricos puede fijar su filia, y sólo imaginarlo ya infunde terror. Por otro lado, la canciller de Alemania durante 16 años, venerable Ángela, habla ruso, por haberse criado en la antigua República Democrática. Su relación, por lo tanto, es probablemente la más dulce del dictador sanpetersburgués con cualquier otro mandatario europeo. Esto no quita que Merkel incida siempre y con algo de valentía en la necesidad de que su interlocutor se comporte decentemente con los valores occidentales, ha pedido explícitamente a Putin la liberación de sus opositores y ha visitado a personas como Navalni en sus visitas a Rusia —recordemos que fue en un hospital alemán donde curaron y desintoxicaron del sofisticado agente nervioso novichok al líder opositor de Putin, el valeroso Aléksei Navalni—. Cuando Barak Obama ocupaba la Casa Blanca, Merkel, pese a cualquier buen entendimiento aparente —y sin traductores de por medio— entre ella y Vladimir Putin, no pierde su sentido de la realidad cuando confesó a Obama acerca del autócrata ruso que «está fuera de la realidad […], vive en otro mundo». Pero, pasados los años, ahí está el acuerdo para la construcción de un Nord Stream 2 que doblaría el flujo de gas con respecto al Nord Stream 1, tras haber logrado la transigencia por parte de Washington, julio de 2021.
El acuerdo de Merkel y Biden ha
causado conmoción en los países vecinos de Rusia. Tanto dentro de la UE
(Polonia, Estonia, Letonia y Lituania) como fuera (Ucrania). La canciller
alemana ha sido acusada de brindar un triunfo geoestratégico a Putin. Incluso,
de poner en peligro la supervivencia económica de Ucrania como Estado
independiente. Porque perderá sus ingresos por el tránsito de un gas ruso que
ahora llegará a Europa directamente a través del Báltico.
“La versión pesimista es que el Nord
Stream 2 es una trampa diabólica para la relación transatlántica”
Constanze Stelzenmüller, doctora en
Derecho y titular en el Brookings Institution.[7]
Olaf Scholz, sucesor de Merkel en la cancillería desde diciembre de 2021, mantuvo contactos
bilaterales con Putin antes del nefasto 24 de febrero en que comienza el intento de invasión a Ucrania por parte del ejército ruso, contactos encaminados,
sí, a que Rusia se contuviera de intervenir, y menos aún de intervenir bélicamente en
los asuntos internos de un Estado independiente como Ucrania, pero tampoco
sabemos bien si estos contactos se hicieron en representación de Europa o si tuvieron lugar por sus propios fueros e intereses.
Porque Olaf Scholz, en estos días de abril en
los que la guerra de Rusia contra Ucrania continúa, se niega por el momento a
dejar de comprar el gas de Putin, a pesar de las presiones norteamericanas y de
otros socios europeos. ¿Se permitiría que España, Portugal, Grecia, incluso
Italia hicieran algo parecido teniendo encima las alegaciones de Alemania? No
sé si existe algún tipo de solución para que la superpotencia europea vea
cubiertas sus demandas energéticas por otra vía. Estados Unidos, es de suponer
que ofrezca alguna alternativa para proveer de combustible a la sociedad y, sobre todo, a la gigante industria alemana, puesto que, de otro modo, significaría un
parón absoluto e impensable de la gran máquina económica, la archimentada mitad
de la locomotora de la UE. Si Alemania depende en un 50% del gas ruso, Rusia, a
su vez, tiene en Alemania a su mejor cliente, el cual le compra el 20% de ese
mismo gas, y además tiene materiales y productos industriales elaborados
indispensables para el transporte del mismo, sobre todo los grandes tubos de
acero por los que viaja la flatulencia putinesca. Entre 700 y 800 millones de
euros diarios ingresa Rusia del gas vendido a Alemania. Cerca de 35.000
millones desde el comienzo de la invasión a Ucrania hasta hoy.
«Mmmmmm... Me gustan más esos billeticos, pero ahora quiero que me pagues en rublos.» |
Cuando Putin comienza el arrasamiento de Ucrania bajo el pretexto de la desnazificación y una sarta de historicomanipulaciones totalmente indigestas, de corte nacionalista,[8] Alemania niña mimada, superpotencia que impone a la noble Grecia a sus dictados financieros, la gran beneficiada del euro (v. nota a pie nº3), la que dicta cómo, cuándo y qué se gasta en Europa, continúa haciendo lo que le viene en gana. Y de nuevo, por tercera vez, como las negaciones de Pedro a Jesucristo, me pregunto: ¿por qué coño hace lo que quiere y qué sucedería si las tornas fueran diferentes y a cualquiera de los cochinos pigs se les ocurriera actuar de la misma manera? Lo respondo yo: que Alemania no se lo permitiría hacer a ninguno de ellos.
El europeísta presidente ucraniano Zelenski debe tirar de las orejas a
Olaf, «sugerirle» que se busque la vida, que pida ayuda a España para regasificarle el gas
licuado procedente de Estados Unidos; porque el cómico devenido en héroe tiene
arrestos para hacerlo. Si Alemania deja de comprar las flatulencias de Rusia
hoy mismo, mañana, la organización de sus sicarios disfrazados de soldados,
esto es, su Ejército, contará con 800 millones de euros menos para pagar la carnicería.
Esta extensa entrada en este diario, excesiva por todos lados, podrá parecer una invectiva exagerada y la destilación de algún tipo de veneno. Tal vez lo sea. Pero nos arrebata la indignación. La falta de justicia poética. Los mismos errores históricos de siempre. La iniquidad. La comparsa de las naciones. La desesperanza de la incuria histórica. Financiado Putin a costa de sus flatulencias, tendrá más facilidad para persistir en sus matanzas. Miles de personas sufren, luchan, mueren.
[1]
Eric Hobsbawm expone con claridad en su Historia del siglo XX las cinco
consideraciones principales abordadas en el Tratado de Versalles, y nos dice al
final de esta exposición: «A mediados de los años treinta lo único que quedaba
del tratado de Versalles eran las cláusulas territoriales».
[2]
Un buen artículo sobre el particular: https://www.eldiario.es/andalucia/malaga/nazis-costa-sol-decenas-criminales-encontraron-refugio-costa-malaguena_1_8339629.html
[3] […] el [estudio empírico
de los investigadores del CEP Alessandro Gasparotti y Matthias Kullas, titulado
«20 años del euro: Perdedores y ganadores»] sostiene que sólo Alemania y los
Países Bajos han obtenido beneficios sustanciales de la moneda común. Contando
desde 1999, cada alemán acumuló de media 23.116 euros de más gracias al euro,
que no hubiera logrado sin la moneda europea. El segundo más beneficiado fueron
los Países Bajos, con un impacto en la prosperidad por habitante de 21.003
euros más, y en la prosperidad general de 346.000 millones más. En cambio,
italianos y franceses se quedaron en menos ricos de media por valor de 73.605
euros y 55.996 euros, respectivamente. Recuperado en: https://www.lavanguardia.com/economia/20190303/46794395472/cosecha-germana-euro-alemania.html
[4] Este artículo quedaría
completamente cojo y manco si no se dice que esta Alemania, además, había
pasado por un proceso de cultivo artístico y cultural desde la Edad Media,
multiplicado en los siglos XVII y XVIII, con un continuo de elevado rango
durante el siglo XIX largo (hasta 1914), donde la cultura se había convertido
en uno de los valores de mayor rango y significación civilizatoria de todo el
mundo. Filosofía, literatura, música, arte, ciencia; Alemania ha sido un
prodigio, un jardín feraz casi ilimitado, preponderante, repartiendo sus frutos
para todo el Orbe, puesto que la cultura, la que se escribe con mayúscula,
Cultura, no tiene nación y aspira al bien universal. Esa base quedó sepultada
durante la cancillería del maníaco y su maldita guerra; pero constituía un
lecho inextinguible que de nuevo sería aprovechado en tiempos de nueva
prosperidad.
[5] Fuente: DW, Deutsche Welle, recuperado en: https://www.dw.com/es/el-gas-ruso-en-alemania-una-complicada-relaci%C3%B3n-de-50-a%C3%B1os/a-61073141
[6]
DW, Idem.
[7]
Columna Digital, 2 de agosto, 2021; Recuperado en: https://columnadigital.com/la-inquebrantable-relacion-de-angela-merkel-con-vladimir-putin/
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