Pablo Posada Varela, filósofo, amigo |
Esta
semana de sábado me encontraba leyendo algunos artículos sobre La
diferencia y la repetición de Guilles Deleuze cuando, de pronto,
me asalta un artículo con el título: «Pablo Posada Varela: un enigma (agosto
1975-septiembre 2023)». Pelayo Pérez. Eikasía Revista de Filosofía.
No entendí bien. Suscrito como estoy a algunas revistas y páginas de publicaciones diversas, de literatura, de filosofía, de historia, de ciencia —caray, de todo y sin tiempo para atender a los requerimientos que me llegan a diario al correo electrónico, el deseo insatisfecho siempre, esta voracidad ciega, este afán de aprehenderlo todo a toda costa—, solía recibir cada poco algún artículo firmado por Pablo. Pablo Posada Varela.
Así que leía y volvía a leer y de nuevo leía el título del artículo y su autor, y mi empecinamiento persistía en leer el título como autor. Tenía que ser un artículo escrito por Pablo Posada Varela, no un escrito de otro con el título y su pavoroso paréntesis «(agosto 1975-septiembre 2023)»; no. No. Ese no es el título, ese tiene que ser el autor. O, ¿de qué otro Posada Varela habla este artículo. Pero encajaba. Pablo Posada Varela, el amigo, habría nacido precisamente hacia 1975. Así que podría ser él. Y además era filósofo y la revista es de filosofía. Pero, ¿cómo Pablo no me habría avisado de algo así? ¿Cómo Pablo podría no haberme dado noticia de su muerte?
Descendiente en
tres o cuatro generaciones del afamado Ortega y
Gasset, estudiaba Filosofía, no necesariamente siguiendo la estela de su
bisabuelo o tatarabuelo o lo que fuera. Era Pablo un alumno brillante, alguna
compañera suya me había dicho que sacaba matrículas de honor en todas
las asignaturas; que tenía por costumbre levantar la mano en
algunas de las clases al calor de la exposición por parte del
profesor o profesora y sostener ciertas
discrepancias sobre el asunto tratado. Vamos, que
enmendaba la plana al docente más pintiparado o con más renombre, y disentía de manera oportuna, sin prepotencia, pero sin
perder el tipo; sobre todo, con una total pertinencia y una cimentación teórica de chico prodigio.
Por algún
motivo, iniciamos cierto día una conversación en la cafetería
pequeña de la facultad de Filosofía y Letras. Él en Filosofía,
yo en Filología Hispánica. Nos encontrábamos por el pasillo, parábamos y
sosteníamos alguna charla más. De manera espontánea, parecía existir algún
tipo de mutua atracción, lo que nos invitaba a departir sobre cualquier cosa,
intercambiar cromos de literatura y filosofía. También en la librería, en
la biblioteca, en los jardines de la Autónoma. Lo invité a
venir algún viernes fin de mes a la Cofradía, una
cordial cuadrilla de amigos que salíamos en los días señalados para reunirnos en
horas nocturnas, viajar a algún punto próximo a Madrid —Toledo,
Ávila, Segovia, Chinchón,
Aranjuez, El Molar…—, cenar en algún restaurante con cierta
prosapia y dedicarnos a la cháchara intelectualoide. El
archimandrita de turno ponía deberes al resto del grupo, generalmente
sugiriendo la lectura de algún texto, algún libro, y acompañarlo de
una respuesta escrita, de propuesta para el
debate. Terminábamos con unas botellas de vino a los pies de las murallas de un castillo, o en una dehesa, a veces desatados en risa, siempre absortos ebrios bajo las estrellas, la
atmósfera limpia, el aire frío. Son resabios de un
romanticismo que ya nadie nos puede hurtar. Quedaron ahí, como
emblemas de un pasado imborrable. Recuerdo algunas de las
lecturas: sonetos del Siglo de Oro; o de ciertos
capítulos de las Empresas de Saavedra Fajardo; también un
inolvidable libro publicado en Anagrama, con el título
de El antropólogo inocente, escrito por el británico Nigel
Barley, donde se ponían en cuestión las dogmáticas corrientes antropológicas de
raíz roussoniana, resacas teóricas del 68, un libro lleno de fina ironía, crítica y sorna, a veces
legible como una novela humorística, con la ejemplificación del trabajo de
campo —y su relativa inutilidad— a través de la descripción del pueblo africano de los disparatados
dowayos. Teníamos un mes por delante y casi ninguno dejaba de hacer
su trabajo. Pablo Posada Varela fue invitado, pero nunca llegó a
venir. Una lástima. Sin embargo, nosotros, Pablo y yo, mantuvimos las
conversaciones en el ámbito de la universidad.
Después de haber leído este mediodía el extraño artículo, me cercioré, porque no podía, no creía, no
quería dar por cierto el hecho de su fallecimiento. Pero así
es. Cuando yo vivía en Querétaro, Pablo me envió su opinión
sobre mi novela El hombre diminuto. En
correspondencia, le pedí que me enviara artículos suyos. Eran textos
difíciles. Empapado de terminología fenomenológica, escribía de
un modo hermético. Pero si había ganas, uno iba
desentrañando las frases, encontrando el sentido y finalmente
comprendiendo el conjunto del artículo. Vivía entre
Toulouse y algún lugar de Alemania. Supongo que manejaba el francés y
el alemán con soltura, desde luego para poder leer filosofía en
ambas lenguas. Era un tipo de inteligencia muy identificable. Saltaba
a la vista su agudeza, las pausas meditativas para responder del
modo más preciso posible. Una inteligencia tan elegante como su presencia física. Recuerdo tratar en un cruce de
correspondencia electrónica, también en los tiempos en que yo ya
vivía en Querétaro, México, el concepto de epojé. Los
fenomenólogos, y en particular el gran maestro Edmund Husserl, habían
dotado al asunto de una carga denotativa más amplia, pero
prevalecía el significado profundo original proveniente de la
filosofía griega, en concreto, del escepticismo
pirroniano. Creo que el filósofo Pirón acompañó al
contingente de Alejandro Magno en su incursión hacia
el Oriente y recogió con muchísimo provecho las
nociones del escepticismo fragmentario de una rama del
misticismo indio, el practicado por los gimnosofistas —«filósofos desnudos» en
nomenclatura griega—, esos practicantes de la paz interior cuya
representación gráfica asalta nuestro imaginario: estatuas de
barbudos en actitud ascética, sentados, piernas cruzadas, hieráticos, por
supuesto, y, oh, eso sí, con sus deliciosas panzas prominentes.
Panzas escépticas. Panzas para mi regocijo. Panzas solares con
las que me congratulo, como mi propia panza. Panzas que tienen la
amabilidad de dotar a la mía con un poco de sentido y restan a
mi propiocepción un cierto grado de la pestilencia estética que
experimento con mi cuerpo, también sedente a perpetuidad. La
panza mórbida de un tetrapléjico. Una panza que todavía no sé de qué
está rellena, si de aire o agua o tal vez sólo de
ideas. Sólo de inflamado escepticismo y cólera
contenida por la estolidez de la raza humana. La epojé recoge
una actitud meditativa muy poco practicada. La suspensión del
juicio ante nuestra incertidumbre, frente a cualquier planteamiento,
pregunta, incógnita, reflexión sobre la que no podemos —y
en ocasiones no debemos— albergar un conocimiento
previo; esto lleva a la necesidad de poner el juicio en blanco, dejar
que pase el tiempo, que transcurran las nubes en el azul del cielo,
que pasen decenas, cientos, tal vez millares antes de postularnos con
algún tipo de respuesta próxima a una verdad, temblorosa
siempre. Edmundo Husserl extendió el concepto de epojé no
ya sólo a la suspensión del juicio sobre el proceso cognitivo que aspira a comprender cierto objeto de la realidad, sino a la suspensión
de la propia realidad. La epojé no afectaba
únicamente al sujeto pretendidamente cognoscente sino también de
pleno al propio objeto. Al noúmeno.
La
perplejidad. Querido Pablo. Por encima de cualquier otra, la perplejidad de la muerte es una epojé que se
sabe infinita, indefinida, ilimitada, sin
propósito, aceptada como sin solución posible. Me
gustaría saber qué te pasó, por qué dejaste este
mundo. Probablemente no lo sepas. Probablemente, si se te hubiera
interpelado un minuto antes del último latido, tú habrías
adoptado la suspensión del juicio hasta el más
allá. Ojalá pueda servir este
pequeño esbozo trémulo, lleno de congoja y algo de rabia, contristado
de epojé y, desde luego, cargado de cariño, ojalá pueda servir para
decirte adiós, mi querido amigo.
Epojé
frente a ese abismo.
Silencio
sideral.
Vacío.
Dolor.
Perplejidad.
Magnifico epitafio. Descanse en paz.
ResponderEliminarI appreciate the balance of depth and simplicity in your writing.
ResponderEliminar