CAPÍTULO III
Interludio:
entre la vida mental y la recuperación de la conciencia
Lo primero que me planteo cuando
reviso en mi memoria los recuerdos de aquella etapa que pasé en Terapia
Intensiva (uci en España) es si
puedo ser un narrador fiable. ¿Hasta qué punto se puede narrar lo vivido
durante un espacio de tiempo en el que los sueños, un estado mental confundido
por las drogas administradas a través del suero y la percepción todavía
imperfecta son los filtros a través de los cuales se interpreta la realidad?
Precisamente este libro nace con la conciencia por parte de su narrador de que
lo subjetivo es inevitable. Por mucho que ciertas tendencias narratológicas o
de la Teoría Literaria derivada de forma confusa de la obra de Jacques Derrida
(padre del concepto de deconstrucción)
se empeñen en querer desligar la inextricable ligazón que existe entre
autor-narrador-obra, no creo que ningún autor sea capaz de producir ninguna
obra sin la intervención de su propia subjetividad. Desde la propia
subjetividad, por perturbada que ésta se encuentre, el autor acomete la
aventura narrativa, convirtiéndose así en narrador;
pero no sólo en esta obra —que no tiene, en principio, una finalidad
estrictamente literaria en lo que a su condición ficcional se refiere— sino en
cada uno de los libros que se puedan escribir. Es muy probable que incluso
cualquier trabajo de índole científica no pueda zafarse tan fácilmente de la
subjetividad de quien lo compone. A pesar de ello, mi intención es situarme en
la atalaya del observador y desde ahí elaborar un fresco en el que se
entremezcle lo subjetivo y lo objetivo, lo atingente al propio yo y aquello que está fuera de él;
aunque pretencioso, intentaré explicar mi entorno (sobre todo lo humano, las
personas y las historias que me han ido llegando a través de ellas, sus estados
anímicos, etc.) con el mismo grado de frialdad que cuando se trate de ir
contando mi propia historia y los procesos psicológicos implicados en ella, su
evolución y su implicación bidireccional con el entorno —como digo, sobre todo
en su dimensión humana—. Esa es la única vía transitable para que este libro y
las posibles conjeturas derivadas de él sean extrapolables, interesantes o
incluso útiles a otras personas.
Como ya escribí en el anterior capítulo,
postrado en la cama del hospital Ángeles
y aún en el período más agudo de mi lesión medular y el choque traumático,
recuerdo haber vivido durante una etapa, que calculo en unos cuantos días, tal
vez una semana, en un estado puramente mental. Soñaba con episodios de
existencia completamente verosímil. Lo mismo me encontraba con mi familia en
casa o yendo juntos a comprar a algún supermercado que estaba caminando con
algún propósito administrativo por el centro de Querétaro. Mi amigo Lalo
aparecía insistentemente en ese periodo de vida mental, y recuerdo que juntos
transformábamos su actual local El Árbol en un restaurante italo-español. Un
restaurante tan original y maravilloso como sólo en un sueño se podría
imaginar. Se dibujaban frescos en la pared con imágenes al estilo de
Caravaggio, debajo del actual suelo se encontraba una especie de alberca
iluminada donde nadaban peces de colores en un escenario de rocas y plantas
naturales, y las mesas de los comensales descansaban sobre un grueso piso (suelo)
de vidrio que dejaba ver el espectáculo del fondo; asimismo, desde algunos
espacios libres de mesas, dentro de lo que constituía el comedor principal, se elevaban
en forma de escalera circular plataformas de vidrio sobre las que descansaban
nuevas mesas de comensales. De esta manera, quien entraba en el local podía
contemplar atónito una especie de segundo nivel en el que flotaban en el aire
cierto número de mesas. En la cocina, un gran horno de leña presidía el
espacio. Los meseros (camareros) iban impecablemente vestidos con una camisa
blanca y pajarita. También había meseras, pero ellas iban ataviadas con
blusones de estampados polacos, rusos o qué sé yo de qué país del Este europeo.
Mi subconsciente tomó prestada la siguiente idea de cierto restaurante que
existe en Madrid y que yo conozco, e igual que en él nuestros meseros y meseras
eran al mismo tiempo intérpretes de ópera que en mitad de la cena sorprendían a
los clientes del restaurante interpretando piezas sueltas, arias, dúos de
alguna de las obras más populares (“Una furtiva lagrima” seguro que entraba en
el repertorio). Un pianista acomodado en uno de los rincones del local
acompañaba las piezas con su instrumento.
Mi mente no descansaba de
elaborar ni la trama en general ni ninguno de sus detalles, me refiero a los
episodios de mis ensoñaciones, no a las óperas interpretadas en nuestro
restaurante. De pronto, fogonazos de uno de los enfermeros, Alfonso. Poncho
(apreciativo de “Alfonso” muy extendido en México) se encontraba frente a mí
golpeándome con sus dos manos en el pecho, y trataba de reanimarme. De su
intervención dependía que yo volviera en sí (o ¿en mí debería decir?). Poco a poco comenzaba a mezclar recuerdos reales
con vivencias imaginarias. Tal vez no fuera el enfermero, quizá fuese el
médico, alguno de ellos; pero, fuera quien fuera, lo cierto es que casi con
toda seguridad aquella escena tenía más de real que de imaginario. Mi
operación, la segunda, que se me practicó por la espalda, duró cerca de ocho
horas. Tal y como nos advirtió José Luis, el cirujano, la intervención era a
vida o muerte, con un riesgo alto de parada cardiorrespiratoria (50% contra
50%). De este modo, o lo traje de alguna película o aquella secuencia de
alguien vestido de verde hospitalario (Poncho o quien fuera) tratando de
reanimarme era algo más que un constructo de mi imaginación. Ensoñaciones,
recuerdos y realidad se entremezclaban dejando paso cada vez más las primeras a
los segundos y abriéndose paso la última cada vez con más ímpetu.
Como flashes intermitentes, se iban intercalando en mis sueños
fragmentos de una realidad que sin embargo percibía de manera muy precaria. Hay
que pensar que siempre estuve tumbado boca arriba, en una u otra medida drogado
a través del suero, con una inmovilidad prácticamente total. Mis brazos no se
movían; desde el cuello para abajo no había ningún movimiento. Ni siquiera
podía girar el cuello. Entonces, el techo era mi universo físico más visible y
constante. En la Terapia Intensiva del Ángeles,
a cada paciente le correspondía un hueco en una pequeña estancia individual, y
recuerdo que desde mi cama podía divisar parte del recibidor de la planta,
parte del mostrador de recepción y al fondo, en la pared colgado, un pequeño reloj
con el emblema de algún laboratorio y cuyas agujas parecían moverse de manera
arbitraria, lo mismo muy rápido que apenas sin dejar transcurrir el tiempo,
como si se hubieran detenido. De pronto, aparecía a mi lado Mildred junto a mi
cama. No puedo recordar bien en qué posición física me encontraba; sabía que
estaba boca arriba y que ella estaba de pie, que a veces me tocaba la frente y
me regalaba palabras de consuelo. Una de las cosas que más me repetía era que
había pasado lo peor y que poco a poco mejoraría; estoy convencido de que su
presencia, aunque me acelerara el corazón, era como una inmensa bombona de
oxígeno. Sus palabras llenas de amor y la promesa de que sucediera lo que
sucediera con mi evolución, en el futuro podría seguir teniendo “una vida
familiar y de artista” (Mildred quería referirse a que yo podría seguir
escribiendo, produciendo literatura), que ella sería mis pies y mis manos. Ese
ofrecimiento de funcionar Mildred como mi parte física, como mis pies y mis
manos, lo recuerdo casi como una salmodia, como una propuesta fija en el caso
de que yo no pudiera moverme demasiado. Algún médico había informado ya a mis
familiares y entre ellos lógicamente a Mildred sobre el significado de mi
lesión y sobre el alcance y las consecuencias derivados de ella. Aunque más
adelante, cuando me subieran a la planta, tanto en ella como en mí nacería la
esperanza de que la lesión medular podría descender y darnos un respiro hasta
dejarme mover las manos y, por qué no, incluso llegar a caminar algún día. A
veces pienso en cuál puede exactamente ser el principio esperanzador que de
pronto comenzamos a albergar. No había
ningún fundamento científico. Ningún médico, creo yo, nos dio un punto de
referencia equívoco, un falso clavo ardiendo al que poder sujetarnos. Aquella
ilusión, aquel espejismo que vislumbramos en el horizonte de nuestro particular
desierto por donde debíamos transitar, tuvo su origen en los resortes de la
supervivencia. No dejaba de tener algo hermoso, porque todavía Mildred y yo convergíamos
en la línea de una evolución anímica común. Y, claro está, aquel optimismo
también residía en nuestra ignorancia. En capítulos próximos trataré de
explayarme sobre todo lo referente al significado del optimismo y el pesimismo,
y sobre todo ese amplio elenco de definiciones que hacen referencia al campo
psicológico de lo anímico (y creo que en este sintagma incluyo algún tipo de redundancia);
pero en cualquier caso, parece ocasión propicia el traer a colación aquella
popular frase atribuida a no sé qué filósofo inglés donde se reza que “un optimista
es un pesimista mal informado”. Como digo, por el momento tampoco hagamos de
este apotegma un axioma, una verdad inconcusa, un principio apodíctico. El
diagnóstico escrito, que yo no había leído, puesto que desde luego me
encontraba muy lejos de poder tomar un papel entre mis manos y ponerme a leer,
hablaba de que no había “sección completa”; pero sí “lesión completa”. Aunque
la que realmente está en pañales en todo lo que respecta a la lesión medular es
la ciencia médica (sobre esta idea redundaré de forma abundante en capítulos
posteriores), en principio el diagnóstico parecía indicar que el tipo de lesión
o de daño producido en la médula era lo bastante grande como para interrumpir
la transferencia de impulsos nerviosos en el punto concreto de manera
irreversible. Cuando una lesión medular se considera “incompleta”, significa
que el daño en esa prolongación del sistema nervioso que constituye la médula
espinal puede permitir todavía un progreso y sobre todo un descenso, de tal
manera que los impulsos nerviosos y la información de las neuronas locales poco
a poco pueda seguir produciéndose y hacer avanzar tanto la sensibilidad como la
capacidad motora (sensibilidad y movimiento). Regresando nuevamente al recinto
de Terapia Intensiva donde yacía, al cabo de poco tiempo, Mildred desaparecía
por imperativo del protocolo hospitalario, pasada la media hora prescrita para
las visitas. Entonces me quedaba solo, y si intento recordar que sucedía
después, sé que mi cama se movía (se trataba de un colchón antiescaras) y que
de vez en cuando entraba alguna enfermera para cambiar los sueros o revisar los
parámetros que indicaban las máquinas a las que estaba conectado. Había grandes
espacios de tiempo en la mayor de las soledades, sin apenas voces fuera del
habitáculo; pasaban las horas muy despacio y como no había ventanas que dieran
a la calle no sabía cuándo era de día y cuándo de noche. Como en algún tipo de
castigo mitológico, me encontraba atado en algún tipo de peñasco donde el
tiempo se había detenido y la prueba impuesta por los dioses era saber esquivar
la locura navegando en la barquilla de la imaginación, en mitad del lago
neblinoso del aburrimiento. En medio de esta maraña de recuerdos fragmentarios
y confusos, y más aún debería decir que no eran los recuerdos sino la propia
realidad vivida la que era fragmentaria y confusa, sin embargo recuerdo bien
que asistió a mi mente para mi socorro un viejo romance castellano. Un corto
romance que desde hace mucho tiempo tenía memorizado y que si no recuerdo mal
es el primer romance escrito consignado de la literatura castellana. Según creo
recordar, y no me molesto ahora en contrastar la información, el poema en
cuestión (“Romance del prisionero”) se encontró escrito en lo que hoy podríamos
considerar como la carpeta de un estudiante universitario de Mallorca, como el alumno que
en tiempos actuales lleva en la cubierta de algún cuaderno una pegatina con la
lengua de los Rolling Stones, la fotografía en pose erótica de alguna actriz
famosa o, hilando más fino, la efigie de alguno de sus ídolos intelectuales (tal
vez Freud, Einstein o Cervantes). Así que aquellos versos, recuerdo vívidamente,
me sirvieron de pequeño islote a mi naufragio, y en más de una ocasión los
profería como quien esgrime una oración:
Que por mayo era por mayo
cuando hace la calor,
cuando los trigos encañan
y están los campos en flor,
cuando canta la calandria
y responde el ruiseñor,
cuando los enamorados
van a servir al amor;
sino yo, triste, cuitado,
que yazco en esta prisión;
que ni sé cuándo es de día
ni cuándo las noches son
sino por una avecilla
que me cantaba al albor.
Matómela un ballestero,
dele Dios mal galardón.
cuando hace la calor,
cuando los trigos encañan
y están los campos en flor,
cuando canta la calandria
y responde el ruiseñor,
cuando los enamorados
van a servir al amor;
sino yo, triste, cuitado,
que yazco en esta prisión;
que ni sé cuándo es de día
ni cuándo las noches son
sino por una avecilla
que me cantaba al albor.
Matómela un ballestero,
dele Dios mal galardón.
Yo no podía hablar debido a la
traqueotomía que se me había practicado. Tenía un respirador conectado a mi
tráquea y trataba de articular las palabras lo más claramente posible cuando
alguna visita entraba en mi habitación, pero me costaba mucho hacerme entender
y eran importantísimos los gestos, tan escasos: movimientos de ojos, sonrisas,
pequeños movimientos de cabeza. La visita de mi madre solía traer consigo una
larga lista de personas que a través de ella me enviaban su cariño y apoyo.
Hermanos y hermanas desde España, primos y primas de México y España, amigos de
todas partes, una lista larguísima de gente que me transmitía su cariño.
Aparecían nombres de pronto de los que desde hacía muchísimo tiempo no sabía
nada, pero que en aquel momento reaparecían para darme ánimos. Y debo reconocer
que toda aquella nómina de afectos que sobre todo mi madre, mi hermano Amadeo y
mi prima Rocío traían consigo como mensajeros resultó muy eficaz para que mi
estado de ánimo encontrara de algún modo un sentido donde agarrarse. También
ocupan mucho espacio en mis recuerdos los tiempos de soledad absoluta en
aquella estancia. Todavía no sabía exactamente ni mucho menos lo que me había
sucedido. No había nadie que tratara de engañarme. Simplemente yo no preguntaba
y nadie tenía por qué informarme sobre cuál era mi estado con exactitud, cuál
mi pronóstico y cuáles las futuras consecuencias. Sin que yo pudiera darle un
orden concreto, sé que también entraban diferentes médicos para revisar
diversos aspectos de mi salud. Pero no sabía quién era quién y no lo sabría
hasta muy adelante.
Recuerdo que mi estado algo
alucinado se obsesionó de pronto con la idea de que no me iban a atender por
falta de dinero. Como una idea paranoica, escuchaba las conversaciones lejanas
de enfermeros, enfermeras, médicos y personal administrativo, y deducía de sus
palabras, convertidas en mensajes truncados, que estaban dilucidando si
atenderme o no. Pensaba que me tenían abandonado hasta saber si yo podía pagar
mi estancia hospitalaria. Sin voz, no sé de qué manera, logré transmitir, creo
que nuevamente al enfermero Poncho, que por favor siguieran atendiéndome, que
conseguiría el dinero de una u otra forma, que disponía de un seguro, que tenía
una empresa y que en cualquier caso mi familia o quien fuera se haría cargo de
los costes que pudieran suponer las atenciones médicas en aquel hospital. Todo
era extraño para mí. No fue la única idea paranoica. Volviendo sobre la falsa
idea de que me habían pegado un disparo que había dañado mi médula, trataba de
explicar a una de las enfermeras más antipáticas que no podrían curarme si no
entendían que la lesión procedía de una herida de arma; que me habían intentado
matar. La enfermera trataba mis palabras con lógica displicencia. Apenas me
hacía entender porque mi voz estaba ahogada por la traqueotomía, no articulaba
bien las palabras y todo cuanto aquella enfermera podía interpretar era un
discurso absurdo. De pronto yo sentía que despertaba de alguna pesadilla, me
daba cuenta de que aquella explicación estaba siendo emitida desde mis propias
alucinaciones. Y además, confiriendo todavía alguna veracidad a la historia del
disparo, pensaba que si el personal sanitario se enteraba de que un crimen
intermediaba en mi lesión, intervendría la policía y podrían descuidar mi
tratamiento por mor del escudriñamiento legal. Así que, no es que mis conjeturas
paranoicas se evaporasen completamente, sino más bien que prefería ocultarlas.
—Disculpa, disculpa: estaba
soñando —intentaba explicarle a la enfermera con una voz casi extinguida—.
A duras penas lograba finalmente
hacerme entender. Ella seguía observando los parámetros que indicaban las
máquinas a las que estaba yo conectado y la principal preocupación de la
enfermera era normalizarlos. Una compañera suya llegó y entre ambas comenzaron
a manipular los tubos a los que yo estaba conectado, las bolsas de plástico que
colgaban sobre mi cabeza y pulsaban los botones de las máquinas. Finalmente parecía
que lograban su propósito. Algo se estabilizaba y volvían a abandonar mi sala.
Todo aquel período de terapia
intensiva resultaba confuso. No puedo recordar con la mínima nitidez cómo era
la habitación. Mi campo de visión estaba demasiado reducido y mi movilidad era
casi nula. Recuerdo que un día llegó Mildred con una cartulina repleta de fotos
familiares. Primero me la sostuvo frente a mí para que pudiera observar con
detenimiento cada una de las imágenes. Había una fotografía donde aparecía toda
la familia (mis padres, sus cinco hijos y cuatro hijas, los respectivos
cónyuges y los por aquel entonces veinticuatro nietos y nietas), otra de mi
padre, de la Tata, otra donde aparecíamos Mildred y yo en pose romántica y en
blanco y negro (una foto tomada en Covadonga, Asturias, por mi hermano Ysidro
hacía muchos años), incluso una foto de mi perro Cipión, y por supuesto alguna
foto de Guzmán y Blanca, mis hijos. Sí, con toda seguridad, la visión de
aquella cartulina aceleraba mis latidos y de algún modo animaba mi espíritu.
Colgaron la cartulina frente a mi cama para que yo pudiera estar acompañado por
aquellas imágenes familiares.
Me llegaban de alguna de las
habitaciones contiguas los reproches de una paciente para con el personal
sanitario. Se quejaba la mujer de algo. No recuerdo bien de qué. Decía que para
eso pagaba el alto precio del hospital, para que la trataran bien.
Lalo y mi hermano Amadeo
coincidieron en una de las visitas en Terapia Intensiva. Me hicieron ver el
plasma sanguíneo que colgaba de la percha de los sueros y se me inoculaba a
través de las vías clavadas en mis venas. Mi tipo sanguíneo no es el más común,
así que se hizo una colecta entre familiares y amigos para que donaran su
sangre aquellos que podían hacerlo. Al parecer, uno de los donantes era un
alumno de mi hermano Amadeo en sus clases de artes marciales, alumno al que yo
conocía y cuyo nombre era Doménico. Era un tipo muy grandote, y Lalo y mi
hermano bromeaban diciendo que mi recuperación sería inequívoca y muy notable
al recibir un plasma de un tipo tan tremendamente fuerte. Nuevamente el factor
afectivo intermediaba en mi recuperación anímica. Las visitas que yo quería que
entrasen para verme insistían en la generosidad de familiares y amigos que se
ofrecían abiertamente para donar su sangre. Continuamente se apelaba a los
afectos que extramuros estaban pendientes de mi evolución.
Algo que para mí supone todavía
una duda sin resolver es la forma en que cada día me bañaban las enfermeras en
mi cama. Más adelante, en el hospital de España, se me asearía con una esponja
húmeda y se me secaría encima de la cama; pero en México, en el hospital Ángeles, vertían sobre mi cabeza y mi
cuerpo un torrente de agua caliente. Me enjabonaban y volvían a aclararme con
abundante agua. Todavía no me explico dónde desaguaba aquella cama. La primera
parte, cuando me lavaban el pelo, lo recuerdo como un pequeño placer en medio
de un sufrimiento cada vez más consciente. Sin embargo, cuando me daban la
vuelta para lavarme la espalda y las piernas por detrás, zonas donde no tenía
ninguna sensibilidad, sufría por los dolores de los hombros y el cuello. En una
ocasión, mientras me bañaban, le pedí a una de las enfermeras si me podía poner
algo de música en su teléfono móvil, pues con frecuencia algunas de ellas
acudían a la habitación con la música sonando en sus celulares. Le dije que me gustaba
la música clásica y logró ponerme alguna pieza para piano de Chopin. Me puse a
llorar. Fueron probablemente las primeras lágrimas que vertía. Una inmensa
nostalgia se apoderó de mí. Reconocer aquellas notas y descodificar un
significado ininteligible por la razón, pero tan envolvente como si todo un
repentino otoño plagado de recuerdos se hubiera condensado en apenas unos
minutos.
Espero el capitulo que viene con ansias.....
ResponderEliminarLeyendo cuantos sentimientos y recuerdos afloran
ResponderEliminarHa pasado mucho tiempo desde que escribiste esto, pero no tuve hasta hace muy poco el privilegio de conocerte. No se si te acuerdas de mi, soy Piedad, alumna de tu enfermera, estuvimos en tu casa haciendote una visita la semana pasada, y lo poco que te conocí me marcaste mucho como paciente y como persona. Espero con ganas que publiques El hombre medular y, como te dije, me voy a leer El hombre diminuto, estoy esperando a que Amazon me o envíe.
ResponderEliminarUn saludo piadoso ;)
Hola, Piedad. Agradable sorpresa tu asomo por aquí. Y bueno… no soy tan rápido olvidando, claro que me acuerdo de ti. Me gustaste mucho, entiéndelo en un sentido... entiéndelo en el sentido que quieras. No creo que esta especie de formación coralina chapucera en la que me he convertido provoque mucho miedo. Jeje. Así que caer bien suele ser mutuo. Este tercer capítulo del libro, como en general todo el libro, ya está muy corregido. Me alegra que hayas pedido El hombre diminuto. Yo te voy a pasar solamente el primer bloque de los cinco que tiene El hombre medular. No me gustaba poner a dos libros eso de El hombre y lo que sea, aunque un amigo no me deja cambiarlo porque dice que puedo una colección de hombres. En fin, Piedad, te castigo pues con ese trozo primicia del libro, que te enviaré si me das tu correo electrónico o si lo encuentro en tu perfil.
EliminarUn beso y sé feliz.
Le he dado incluso a seguir para ver si salía tu correo electrónico. Nada. O no se puede o no sé hacerlo. Ya me lo darás tú, Piedad. Saludos
Eliminarmi correo es piedad.rivera66@gmail.com o también piedad_r612@hotmail.com utiliza el que quieras que abro los dos, mándame todo lo que quieras, me leí unos poemas tuyos también en otra página y me gustaron mucho :) es un placer leerte.
EliminarNo se si te haré otra visita antes de acabar las prácticas, sino , pues ya seguiremso en contacto.
Un saludo :)