- La propia imagen ante los otros debería ser irrelevante en
sí. Había un tipo, creo que fue Groucho Marx, que decía en una película:
“bebo para hacer más interesantes a los demás”1. Es una frase
maravillosa. El alcohol desinhibe. Aquella persona, la máscara detrás de
aquella frase, sin duda dotado de una nada despreciable dignidad —pues al
menos se encontraba entre los cínicos— no muestra empero la suficiente
sabiduría: no había desterrado de sí el miedo a la propia imagen, a la
propia representación que nuestra conducta puede provocar en los otros. Y
no sólo nuestra conducta sino también nuestro aspecto externo. Un abismo
en medio del camino hacia el tesoro. La propia imagen, nuestra
representación en el otro no carece en absoluto de valor, pero no está en
nuestra jurisdicción el poder modelarla. Sobrepuja nuestras armas, porque
son las lentes del otro propiedad suya y su forma de mirar, inescrutable.
Sólo veo una posible salida a esto: la imagen que quieras darte a ti mismo
debe coincidir con la que des a los otros. Compórtate cuando estés contigo
mismo tal y como te parezca bien, digno. No cambies pues cuando haya
alguien más frente a ti. Serás quien quieres ser y eso es lo esencial. No
seas tímido ni actor de cine. Entre ambos extremos hay un mismo fin: mutarse
frente al otro; huir de sí mismo o banalizar el ser por el parecer.
Sólo se avienen tales formas de comportamiento al incapaz, al melindroso,
al enfermo, o al falso, al vano, al fatuo. La preparación y la
representación cuestan un esfuerzo tonto y desvían las energías de otros
caminos mas provechosos: ¡qué importa lo que Menganito o Fulanito piensen
de ti? Walter Benjamin (Calle de sentido único, 1928) afirmó algo
así como que el rumor era la grasa que lubricaba los engranajes de la sociedad;
nada podemos hacer contra esta ley de nuestro gregarismo. «Ande yo caliente y ríase la gente», apliquemos la fórmula
gongorina.
- En verdad, es como si estuviéramos solos en el mundo. A partir de que rompemos el cordón umbilical con nuestros progenitores sólo dependemos de nosotros mismos. Nadie nos podrá ayudar. Menos aún por dinero. Con suerte, podremos encontrar buenas recomendaciones; pero si tú no estás dispuesto a enseñarte el camino, no podrás encontrar la salvación, la paz, la sabiduría. Eres un milagro que nadie tiene derecho a vilipendiar, una montaña que nadie debe socavar. Somos como dioses solos. El problema no es tu soberbia sino la soberbia de los otros, del sistema que trata de oprimirte, de algún mendiguillo de la las ideas que trata de compartir contigo sus miserables creencias, de persuadirte de su pacata fe llena de cobardía y sumisa a mil millones de complejos heredados. Si ven que careces de esos complejos les darás miedo, te considerarán un monstruo libertino fuera de control. Pero puedes estar seguro de que no los necesitas en tu camino. Apártalos mejor que soportarlos o ser político con ellos; gastarás las energías. Te educaron para ser sumiso. Tienes que desandar ese angosto sendero miserable y transitar sin esperar un solo instante por las amplias sendas de la libertad. Piensa por ti mismo. Verás que no tienes por qué sujetarte a abstracciones morales que sólo tratan de que no amenaces sus privilegios.
De Afán de sabiduría, Caces, Asturias, 2008.
Todo cuanto escribí en este ensayo en ciernes está dirigido o tiene como interlocutor aparente una segunda persona, pero se trata de una
fórmula estilística nada más. Es a mí mismo a quien me dirijo. Nunca aspiraría a enseñar nada a nadie.
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