Necesitamos hacer una pausa en el camino, por si es poca la pausa que provoca una parálisis; días de inacción por exceso de dolor. Ante la rigidez corporal sólo nos queda seguir tratando de flexibilizar la mente. Lamento. No hay otra salida. Los días son el aceite que nos fríe y nos fríe y nos fríe hasta que quedemos completamente fritos, en una caja almohadillada, en una urna.
Nuestro mejor y peor aliado es la rabia. La rabia nos libera de la melancolía, pero fácilmente se transforma en ira y, ya lo dijo Saavedra Fajardo, muy próxima está la ira de la locura, de la que solamente el tiempo de duración las distingue.
Y la rabia accede puntualmente al comprobar el imparable ascenso de la mediocridad, estar ocupándolo todo, hasta que no quepa un solo destello de lucidez.
B
Sucede sobre
todo ese acceso de la podredumbre est-ética en la literatura. Sucede sobre todo porque no se le da la importancia
que tiene. Ernesto Sábato, en su búsqueda de Dios, hizo la intentona de tomarse
en serio a Santo Tomás de Aquino, pero aquel grueso tratado de silogismos con
premisas más que dudosas y enrevesadas tramas escolásticas para llegar, tras
un laberinto de curvas deductivas, hasta la existencia del empíreo, los coros
angelicales y el Señor nuestro Dios, no hacía sino caérsele de las manos una y otra vez,
hasta poder golpearle el dedo gordo de un pie y dejárselo como una berenjena; volvía entonces
el venerable Sábato a las novelas y leía en las mejores piezas de la literatura
universal los ecos de la memoria humana, el sentido de la vida, la intuición
casi nunca revelada axiomáticamente sobre todo cuanto abruma a nuestro
entendimiento: «Prefiero leer una buena novela de los grandes escritores, que
contienen las grandes verdades, incluso el problema de Dios». Esas
aproximaciones a la verdad lo colmaban muy por encima del teólogo medieval más
importante, contrapunto ulterior de Agustín de Hipona. En la buena literatura encontramos el bastón que nos permite transitar entre las ruinas o entre los campos de margaritas, la vida paralela que alumbra nuestro
transcurrir y posibilita la permanencia hasta que el azar nos diga basta. Ahora
bien, si están pensando en leer a Cármenes Morlas, Marías Duheñas, Juanicos del Valde o Evas García S. del Ortouri, definitivamente, láncense preferentemente sobre Tomás de Aquino. Que no nos estafen, que el arte es muy largo y los días, breves. Y vigillen la ira cuando los vean aparecer por los medios, en la televisión, con su artefacto en mano. O no: mejor rabiemos, demos rienda suelta a la rabia antes que caer en la Melancolia vulgaris. Y den vuelta a la página, cambien de estación o de canal. Simulen que no vieron. |
ALFONSO X EL SABIO. España, s. XIII. |
Buena culpa de que las piezas literarias llamadas a obtener un cierto grado de notoriedad presente sean cada vez más difíciles de encontrar en el torrente excesivo de publicaciones la tiene el monopolio de las editoriales, que han convertido definitivamente la literatura en un mercado sin pretensiones de lucidez, excelencia o, siquiera, de contener una miaja de belleza, sólo resultados contables. Una mercancía urgente de vender, pasajera, fungible; buenas para leer en el retrete y con sus páginas...; no sigo. Pero, ¡ojo!: en un torrente de cerca de 100.000 publicaciones anuales en España, con cerca de 3200 editoriales existentes, a la fuerza se cuelan cientos, probablemente algún millar de perlas literarias. Perlas, no diamantes. De estos, en todo el mundo, ¿cuántos creen que puede producir la hummanidad cada año? Más de uno, he aquí lo drammático, se pudrirá en algún cajón.
Los dos gigantes aludidos, Planeta y Random House, que poco a poco van acaparando los sellos independientes, tragándoselos, gustan de publicar mayoritariamente farfolla, filfa, superchería literaria o recetas de cocina. Se publica, no por la calidad de la materia sino por la visibilidad de los rostros o las marcas que se enganchan a la corriente de los tiempos y preceden con su imagen la autoría del producto. De este modo, advenedizos con escasa formación, arribistas de la fama, políticos y expolíticas, jueces populares, jubiladas cursis, cocineros, deportistas y cantantes pop, lo que caiga proveniente de los platós televisivos, escriben sin parar, les publican y aparecen, libro en ristre, en entrevistas dopadas de publicidad. En ocasiones incluso son las editoriales las que contactan con protoautores y protoautoras que nunca dicen no y vierten sus chorradas sin vergüenza. Una sección dentro de la gran factoría de libros, un grupo de correctores se encargarán de afinar el texto, corregirlo hasta hacerlo irreconocible del original, sobreescribirlo o directamente encargarse por completo de su factura tras los datos proporcionados por el falso autor de turno. La mediocre con ínfulas de Safo sobre un diván, quien promociona en entrevistas patrocinadas su libro, vociferado hasta el martirio. El pobre desgraciado que se pone a ganar premios inopinadamente con libros que, ante el intento de abordarlos por no opinar sin saber, lo único que provocan es una infinita vergüenza ajena. Hasta despertar nuestra rabia.
Autor que se precie, debe declararse siempre, junto al artificiero Borges, el nobeloso Cela y tantos otros que han destilado opiniones semejantes, mejor lector que escritor. Leer, aun con los ojos rapaces de quien además tiene por oficio el de la escritura, es siempre un placer. Escribir es una actividad artesanal que requiere mucho esfuerzo y trabajo para producir algo medianamente digno. No tendremos la desfachatez de un autor tan popular como James Ellroy, quien, interpelado por el periodista acerca de Flaubert, osa decir que no sabe quién es ése y que a él no le interesa ningún escritor, que él no lee nada, que lo suyo es tan sólo escribir.
https://editorialsapereaude.com/ |
Bienvenidos a la difícil decisión de entrar en las librerías y abstenerse de fijar la vista en las cabeceras de góndola o grandes pilas presididas por el rostro del autor o autora, para rebuscar entre los anaqueles los libros guardados de canto, casi imperceptibles, que están clamando para entrar a consolarlos a ustedes, para agitarlos, para ponerles en la ruta de la memoria humana. Enseñarnos algo. Destellar para nuestra perplejidad los indisolubles brillos de la lucidez.
Vivos, magníficos, llamados a perdurar y... ¡editados!
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