domingo, 2 de diciembre de 2012

Algo de vida

Nació este diarius con abiertas y múltiples intenciones, que, para mi sorpresa, he ido cumpliendo, siempre siendo fiel al apellido del cuaderno: interruptus. Pero me vengo reprochando a mí mismo llevar demasiado tiempo sin introducir algún fragmentillo de vida propia. Ahí va, pues:

Patio del Museo de la ciudad
Desde que llegamos a México, las andanzas del ánimo van y vienen. No las mías solo, las de Guz, Blanch y Mildred también. ¿Adaptación o no adaptación?, esa es la cuestión. Y sí, adapatación. De ellos y nuestra. Más adelante haré alguna apreciación de carácter general sobre la idiosincrasia social del nuevo lugar que habitamos, en alguna otra entrada, no hoy. Mi pasaporte dice que tengo nacionlidad mexicana, y yo lo asumo por cierto, no solo por un puro trámite burocrático y porque mis padres nacieron aquí, sino porque realmente este país te trata bien, como si hubiera algo abstracto, más allá de encuentros personales particulares, algo aéreo, molecular, que te recibe con cordialidad, con amabilidad, con esperanza. Puedo presumir de que, en poco tiempo, cuento ya con muy estimables amigos  y amigas con los que a buen seguro podré compartir charlas, pareceres, vida y algún que otro whisky, tequila o mezcal. Por eso, y por el bagaje familiar y genético, como es obvio, por esas historias escuchadas en casa desde que uno tiene uso de razón, me siento mexicano y siento que ya voy debiendo algo a este país. Es pronto aún, apenas llego al medio año; pero ya tengo esta sensación. Si de algún modo voy descubriendo más auténticamente la naturaleza humana y no humana del país, sus resquicios históricos, las contradicciones de su mentalidad, las virtudes que no conocía o cuyo concepto traía deformado, o los defectos sobre los que nadie me había hablado, también, lo hago con asombro y placer intelectual. Descubrir, aun a cuenta del desengaño, para bien o para mal, es saber, y saber es vivir con un propósito de verdad.
Pasillo del Museo de la ciudad
Trato de favorecer que la empresa que me da sustento material crezca y mejore. No empeño mi futuro en ello, pero doy con generosidad tiempo y esfuerzos, hasta que pueda dedicarme a otros menesteres por los que mi ánimo se muestra más proclive. Vale.
Pero además visito poco a poco nuevos lugares. Continúo mis lecturas, sigo con la construcción de mi nueva novela. La vida familiar también tiene su espacio, y hemos hecho excursiones con los niños, a diferentes lugares: un pequeño parque natural próximo a casa, un zoo, en compañía de nuevos amigos, y, desde luego, ese fin de semana que pasamos en la Sierra Gorda, sobre cuyo viaje quiero hacer una entrada dedicada solo a ello, adjuntando algunas de las fotos que pude hacer allí y narrando algunas de las mejores anécdotas. Fue hermoso. La vida social es apabullante. Surgen por doquier reuniones, provocadas por familia, por el colegio, por amigos que nos invitan, por festividades.
Es particularmente extraña mi relación con el clima. Pensaba que iría a echar más de menos mi adorado otoño atlántico (o cantábrico, para el caso); y sí, lo echo de menos, pero mi percepción sensorial al respecto ha aprendido a hacer una cosa que nunca me habría sentido capaz de llevar a cabo: percibo ráfagas de otoño durante ciertos momentos del día, lógicamente en la mañana o en la tarde y la noche. En esos momentos, un viento fresco, una oleada de perfumes campestres, el cielo nítido y estrellado, un ligero enrojecimiento en las hojas de un árbol caducifolio (algún álamo, un almez, algún frutal) y una caída parcial de estas hojas al suelo, alguno de estos síntomas u otros me traen la evocación de mi estación a-dorada. Y parece que con eso me conformo, porque luego el sol comienza a gopear y caldear más y más el ambiente, hasta que a medio día el clima se ha tranformado en un suave verano. La luz es tanta (después de tanto tiempo viviendo entre las brumas asturianas), es tan patente y soberana que los niveles de energía son superiores en mi ánimo. No implica esto que, después de días en los que aplico todo mi esfuerzo en diversas ocupaciones, no sienta caídas repentinas de energía, cansancios y bajones. Pero hay un indudable cambio en los ciclos biorrítmicos (qué será eso), y lo debo achacar sin duda a la diferente dosis de fotones.
Un fin de semana de los últimos, tal vez hace dos semanas, estuvimos Mildred y yo con los niños por el centro. Comimos en un restaurante insignificantemente delicioso, atendido por una pareja de ancianos de aspecto lustroso. Todo muy limpio, un menú (comida corrida) muy económico, con platillos muy escasos pero servidos con cariño. En frente, visitamos después del almuerzo el Museo de la ciudad. Una cosa en verdad extraña, que disfruté enormemente. El edificio, del siglo XVII y XVIII, seguramente, estaba lleno de recovecos, pasillos, habitáculos. En algunos, no había nada o casi nada, en otros, se exponían cuadros, alguna escultura... Le tocaba el turno mayormente a autores suecos. Como no estamos aquí precisamente por unos días, nuestra disposición de ánimo no es la de la avidez urgente por visitar lugares y coleccionar postales; estamos haciendo poco turismo. Ahora, como cuando íbamos a algún sitio en España, somos turistas internos. Y esto hace vivir las cosas de otro modo, a mi parecer más auténtico, con menos deformación o, si se prefiere, de manera menos idealizada y fugaz. La perennidad de la experiencia la convierte en más densa.
Tras unos pasillos, apareció un patio interior
cortado en dos, donde se había instalado
como una especie de corralín de comedias
En el juego casi obligatorio de aceptar las mentalidades ajenas, para no andar de continuo disintiendo tan abismalmente que lo consideren a uno como un lunático (aun siéndolo), cuando se charla con algunas personas, se leen los letreros de los museos, los panfletos o la prensa, o cuando se contempla con asombro la interpretación más ampliamente extendida que del mundo hacen los demás, uno trata de adherirse a los conceptos de patria, nación, identidades; pero siempre termina saltando el yo analítico y purista, para descubrir que la mayor parte de las personas viven instaladas en el mito. Las patrias, cosa tan absurda, son conglomerados de mitos, y por dentro, miembros de la raza humana tratan de alcanzar la felicidad con mayor o menor fortuna, con mayor o menor apego a esas viejas y desterrables definiciones. Para postre, algunas frases sobre la cuestión:
La patria es la virtud de los malos [o de los inútiles, podría añadirse para mejor matización] (Wilde).
Todo el que es estúpido o abyecto, o ambas cosas, sin nada en el mundo de lo que pueda enorgullecerse, se refugia en el último recurso de la patria, en vanagloriarse de una nación a la que pertenece por casualidad (Arthur Shopenhauer).
Quizá no haya nada en el mundo tan absurdo como el patriotismo, tan ferozmente errado (Bernard Shaw), quien afirmó también que no habrá paz en el mundo hasta no extirpar el patriotismo de la raza humana.
Los hombres son imbéciles e ignorantes. De ahí les viene su miseria. en lugar de reflexionar, se creen lo que les cuentan, lo que les enseñan. Eligen jefes y amos sin juzgarlos, con un gusto funesto por la esclavitud.
Los hombres son unos mansos cordeos. Es lo que hace posible los ejércitos y las guerras. Mueren víctimas de su estúpida docilidad (Gabriel Chevalier; lo extraigo de El miedo, libro autobiográfico donde narra con formidable fortuna su experiencia personal en la Primera Guera Mundial).

Apareció, entre cuadros, esculturas y otras
obrillas de autores mayormente suecos,
perteneciente al propio edificio y
su restauración, este
fragmento de la primigenia policromía
de sus paredes; me llegó, por fin, después de tanta obra menor,
 una auténtica evocación
artística que me recordó, salvando distancias,
a los frescos de la Casa de Livia en Roma;
diferente grado, misma naturaleza

1 comentario:

  1. Deliciosa entrada. Cuando se lee sin conciencia de sí mismo en la conciencia del otro... se entiende con plenitud. Saludos***

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