sábado, 18 de septiembre de 2010

Otoño del año perenne


Es verdad que el otoño llegará; pero lo andamos intuyendo desde la primera semana de agosto. Ahora cualquiera puede presentirlo. No sé con quién estaba cuando hice tal aseveración sensorial, cuando afirmé que intuía el otoño en la atmósfera nítida, en el cielo vidriado y sus nubes ajenas, en un aleteo cómplice de las hojas de los árboles, como si nos hicieran señas que sólo nosotros comprendemos, en un frescor entreverado en el aire supuestamente veraniego, en un cierto olor a decadencia proveniente del humus de los bosques que me rodean por el valle, en la forma de mover el río sus aguas; no sé, pero en agosto vislumbro el otoño, igual que en febrero muchas veces me llegan las primeras advertencias de la primavera. Tal vez sean sensores propios de animales y poetas, pero nuestras aprehensiones se ven de pronto reafirmadas por un dicho popular que se usa por estas tierras asturianas y que mi memoria reproducirá seguramente mal: "primer día de agosto, primer día de otoño". Me consuela que mis rarezas sensitivas estén avaladas por un dicho popular, que representa la sensibilidad de una cierta mayoría.
Los de cierto carácter indefinible quieren que se perpetúe el placer. Ojalá llegue el otoño ya de pleno y dure cien años, porque si es tan bella esa estación es tal vez por su fugacidad. Hay algo de sufrimiento en su goce: mientras otoñea el alma con su alud de nostalgias la razón percibe que también ese estado del ánimo será mutable cuando la estación del recuerdo dorado deje paso a la muerte del invierno.
Sobre mi escritorio del desván había algunos objetos, entre los que se encontraba una cámara de fotos. Mi hijo pulsó el botón y se extrajo un bodegón con algo de misterio. Se pueden ver las gafas, una pipa, el color caoba del viejo escritorio...
Me gustaría que el nuevo curso comenzara con la calma suficiente y la constancia para poder compaginar el trabajo de supervivencia y las aficiones. Veremos. La necesidad trastoca los órdenes de las cosas.

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